Entre separatistas y gobierno central

Regino Díaz Redondo

Madrid.-  Tirios y troyanos separatistas y gobierno han caído en un mar de insultos, descalificaciones, desprecios, mentiras y malas maneras que dan tristeza y rabia a la vez. España, mal representada por políticos conservadores, hace lo posible por sembrar el miedo y consigue crear odio.

El grupo Pujol-Mas-Junqueras-Tardá se encarga de repartir la discordia y achaca a “los españoles hijos de puta” —como nos catalogan portadores de todos los males del averno—, la culpa de todo, que incluye habernos puesto de acuerdo con los mayas para evitar el fin del mundo.

Para ellos somos tontos, malos gestores, conchudos y de pocas luces. Dicen estos catalanes, amigos de la concordia, que aprovechamos cualquier momento para robarles y consideran que el nombre de la nación (recuerden, es España) ha perdido todo valor si alguna vez tuvo alguno.

La saña y el asco mutuo han evitado el diálogo e hicieron mutis del protocolo porque están “hartos” de nuestra incompetencia.

Artur Mas, presidente de la Generalitat, ha dado a la nación un año de gracia para separarse de España.

Considera que es un plazo suficiente para elaborar su “pacto por la libertad” y erradicar la enfermedad epidémica que les contagió la península española.

Da lástima escuchar a los Oriol denostar contra este país sin que nadie, con firmeza, apegándose a la ley, les haya puesto un hasta aquí a su hipócrita y destartalada actitud.

En 2014 tendrán ya preparado todo el legajo necesario para efectuar una consulta independentista… “sí o sí”. Para ellos la ley puede cambiarse, también la Constitución y todo aquello que les impida conseguir su propósito.

En Barcelona abundan andaluces y extremeños que se apresuran a declararse culés en cualquier momento.

A los castellanos los ubican lejos, “en sus fortalezas medievales” y envían amistosos saludos a gallegos y vascos.

Durante doce meses, el grupo de la secesión consultará con jurisperitos de todas las latitudes para que su llamado a la ruptura encaje dentro de las premisas españolas.

Parte de su campaña consistirá en enardecer el instintito de la patria chica contra España, “a la que no nos une nada”.

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, vuelve a titubear cuando se refiere a Cataluña. Invoca, una y mil veces, a la Constitución, pero está dispuesto a proporcionar a esa región el dinero que pida y a acceder a cualquier petición que se le haga siempre y cuando “abandonen su política soberanista”.

Rajoy tiende un brazo amigo a Mas, pero de trapo porque su gente no para de alentar el odio con los exabruptos que diariamente lanza a Cataluña sus ministros y demás funcionarios públicos.

Aquí no hay términos medios. Puestos a medir las fuerzas de cada uno se deduce que el documento separatista no tendrá ninguna validez si no es aprobado por el Congreso de los Diputados en Madrid.

Lo saben todos, pero se guardan sus cartas en espera del enfrentamiento que llegará, más temprano que tarde, y que por el momento nadie podrá evitarlo.

Acuden los Pujol a mover la sensiblería de los catalanes para conseguir adeptos en los partidos de oposición. Simultáneamente, suenan los tambores de guerra cívica en cualquier parte del territorio nacional.

Al margen de los dimes y diretes de ambos bandos, asoma el fantasma militar.

Hay ministros del corte de Fernández Díez y José Ignacio Wert que advierten del “creciente malestar” que existe entre las fuerzas armadas, defensoras de la legalidad.

Ambos saben que cualquier referencia a los mandos del ejército es jugar con fuego. Tenemos antecedentes históricos, suficientes, abundantes en número y en calidad para concebir que los soldados se mueven en el momento en que toquen sus haberes sociales y morales.

En el momento en que el ejército sienta la menor presión se echará a la calle con el argumento de siempre:   “preservar la paz   —de los sepulcros— y el Estado de derecho”.

Hasta ahora los uniformados han cumplido con su deber y bien. Permitieron —de ellos son las armas— la transición pacífica a la democracia y se pusieron a las órdenes de un gobierno civil.

Pero no es decente que haya —y los hay— quien ya amenaza, con sólo mencionarlos, la tranquilidad en todo nuestro territorio.

Los españoles saben mucho de eso. No tienen más que volver la cabeza y toparse con generalotes dispuestos a cualquier eventualidad. No es el caso actual porque hemos vivido con holgura, pero convencerlos de que está en peligro su bienestar —como todos lo haríamos— es una actitud que estremece a cualquiera.

No se vale, por tanto, la diatriba mutua y mucho menos alertar, con falsas políticas, la situación de las fuerzas armadas que no necesitan mucho para alborotarse.

Los catalanes son ahora los protagonistas de las fuerzas reivindicativas de la libertad; una libertad que quieren conseguir, porque no la tienen, ¿verdad?, a base de remover viejas rencillas y antecedentes ya superados.

Con una izquierda republicana por Cataluña (no son españoles ni pakistaníes), pretende el señor Mas conseguir su propósito de convertirse en un héroe mesiánico con tendencias esquizoides.

¿Quieren un reino con algún monarca del paleolítico? No, no saben aún lo que quieren. Eso sí, separarse de España es su fin, pero no encuentran los medios para hacerlo. Recuérdese que los catalanes fueron los que más votaron la Constitución que nos rige y que ahora pretenden no tomar en cuenta.

¿Buscarán un estado libre asociado a Alemania como lo es Puerto Rico de Estados Unidos? Que no se ría nadie. El asunto se ha discutido y está dentro de las posibilidades aunque, justo es decirlo, remotas y utópicas por el momento.

Puestos a quitarse la tiña española, habrá quienes no desechen esa posibilidad como una forma transitoria dentro de su desbarajuste mental.

Han aprovechado los separatistas la pésima situación en que nos encontramos. Eso se llama venialidad; se valen de nuestra exigua situación financiera y buscan empeorarla. Eso es una canallada.

Si bien, desde Bruselas les advierten que no podrían pertenecer a la Unión Europea de convertirse en un país nuevo, no hacen caso y sí están realizando encuentros oficiosos con funcionarios del Parlamento Europeo.

Volvemos a lo de siempre: a la canciller Angela Merkel no le conviene desalentar el proceso independentista de Cataluña porque ella quiere “más Europa” pero a sus órdenes.

Persigue la primera ministra crear una Unión a dos velocidades: Alemania, la locomotora, y los vagones pueden ser de primera o segunda según se supediten y obedezcan las órdenes de la troika.

Cataluña podría ser muy útil a las naciones del norte si se convirtiera en un vagón más que transporte las materias primas necesarias para el bienestar de unos cuantos.

Merkel fijaría rutas y senderos adecuados y dictaría órdenes a una nueva nación emergente que no tendría reparos en ungirse a los principios del neoliberalismo aunque tuviese que pasar las orcas caudinas.

Nuestros próceres, expresidentes de gobierno y exministros, entre otros, no han expresado, con la firmeza necesaria, su posición sobre este problema.

Basta decir que Felipe González declaró en un diálogo, cuyo montaje y preparativos fueron mucho más importantes que los que intervinieron, que “me gustaría votar”.

¿Votar qué? ¿En las elecciones catalanas, en el plebiscito próximo, en el cambio de algunos renglones de la Constitución, en los comicios andaluces o en las resoluciones que salen de las mesas redondas en las que participa como asesor de medios de comunicación nacionales y extranjeros?

El distinguido exsocialista acudiría a todas las urnas que se le pusiesen en medio.