El cine como espejo de la vida
Mario Saavedra
Desde que conocí el cine frontal del realizador teutón Michael Haneke (Munich, 1942) con su desgarradora cinta franco-alemana La pianista, Gran Premio en el Festival de Cannes de 2001, me impactaron tanto su oficio como su narrativa desprovista de retórica y superfluo esteticismo. Muy pronto un director de culto, con sus posteriores y no menos bien recibidas Caché, Funny games y La cinta blanca, de 2005, 2007 y 2009, respectivamente, se confirmaría como uno de los cineastas más poderosos e interesantes de su generación, a contracorriente de los modelos tradicionales y guardando siempre una sana distancia brechtiana con el discurso.
Interesado en temas escabrosos pero por lo mismo pertinentes, su cine provocativo e inquietante busca más que incomodar al espectador, hacerlo reflexionar, moverlo de sus confortables convenciones tanto morales como estéticas y situarlo de frente a circunstancias límite.
Obra de un cineasta maduro y en plenitud de facultades, su más reciente largometraje Amor (Amour, Francia-Alemania, 2012) confirma los sólidos recursos de un director que muestra sólo estar movido por sus propias y más personales convicciones tanto existenciales como estéticas, porque el arte de verdad debiera ser un reflejo fidedigno de la vida, sin eufemismos ni veleidades, sin concesiones de índole alguna.
Al margen de soluciones simplistas o baratas, Amor nos recuerda aquella hermosa expresión de Milan Kundera cuando se refiere en su caso al que debiera ser el sentido vital de la novela moderna desde Cervantes: “…la búsqueda de la esencia del Ser…”, pero no a través de recetas maniqueas, sino con la pura convicción de que la vida es compleja y dicha indagatoria se perfila en el arte no como un medio para sino como un fin en sí mismo…
De frente a temas tan categóricos y por lo tanto viciosamente sobados como el amor y la muerte, o la vejez y el sacrificio, o la soledad y el cansancio vital (el spleen de Baudelaire), el Michael Haneke de Amour nos sumerge en otras variantes más oscuras y vedadas de ese sentimiento que históricamente se nos ha dicho es el que mueve el mundo, para bien o para mal. Ante una de las pruebas más difíciles a las que se pueda enfrentar el ser humano, conforme a lo que Igor Caruso denomina “el quiebre de la vida” en su Separación de los amantes, esta nueva y contundente cinta de Haneke termina al fin de cuenta por enaltecer dicho sentimiento a su grado más sublime de exaltación, de negación del Yo y elevación del Otro, más allá de convencionalismos éticos o morales.
Y sólo fiel a sí mismo, no teme nunca llegar a ser aburrido o irritante, porque a su cine “no comercial” le importa más la honestidad y la inmediatez, la profunda sencillez cargada de sentidos y significados, poniéndose los propios recursos cinematográficos al servicio de la claridad del discurso.
Con Amor consigue tocar las fibras más recónditas, levantarnos del sopor del transcurrir cotidiano, conducirnos al extremo de saber que la vida no es fácil y su inexorable movimiento hacia el mañana implica pérdida, desazón, olvido, desgaste y muerte.
El último trazo en la existencia de dos ancianos músicos que sólo se tienen el uno al otro, porque los demás tienen su propia vida y con ello sus propias responsabilidades, Amor se desarrolla en el interior de un mismo y único espacio, un amplio y viejo departamento parisino sólo poblado de recuerdos y olvidos, más de silencios que de sonidos.
Y en esa soledad que sólo espera el irremediable devenir, a Haneke no le importa detenerse en un mismo plano, sin paneos innecesarios ni subterfugios estéticos o técnicos que considera sólo distraen al espectador y de poco o nada le sirven a una penetrante y corrosiva historia de amor hasta el límite, porque en el transitar existencial de sus entes protagónicos no en vilo hay escapatoria y en cambio el sufrimiento y la pérdida de dignidad del otro se asumen como propios.
Protagonizada por dos primerísimos actores galos, Emmanuelle Riva y Jean Louis Trintignant, dos auténticas leyendas vivientes de la mejor cinematografía francesa, Amour supone también un extraordinario mano a mano que impone por la categoría de sus intérpretes, de la mano de un director que igualmente se ha caracterizado por repetidamente conseguir de igual modo trabajos histriónicos trascendentes.
Aunque en una parte aquí diríamos casi secundaria, porque el mayor peso del desarrollo dramático recae en los arriba citados grandísimos Riva y Trintignant, ambos al tope de sus probadas condiciones, Haneke volvió a contar con su casi actriz de cabecera Isabelle Huppert, protagonista de la citada cinta La pianista y en su momento ganadora de importantes reconocimientos por la consistente profundidad psicológica alcanzada con su complejo personaje.
Obra maestra de un director cuyo sólido prestigio se sustenta en la hechura de verdaderos poemas dramáticos, gozosamente hermoso por su honesta penetración humana, por la sinceridad de sus personajes en conflicto, Amor plantea algo así como la consagración de un experimentado e inteligente cineasta que igual ha conseguido formidables puestas tanto en el teatro como en la ópera.
Tocado de igual modo por el don de la música que lleva dentro, por un fino oído, esta su más reciente película es ante todo un bello canto de amor por vida, porque sólo en tales extremos de desencanto y desolación es posible dimensionar lo que verdaderamente le da sentido y razón de ser a la existencia, a nuestra existencia…
Más allá de su dureza, de su reseca austeridad, filmes como este estremecedor Amor, de Michael Haneke, se convierten en clásicos por la rotunda categoría de cuanto abordan y la manera ejemplar de hacerlo.