Bicentenario de su natalicio
A la memoria de Rafael Solana de Oyendo a Verdi
Mario Saavedra
En este 2013 se está conmemorando el bicentenario del nacimiento de Giuseppe Verdi (La Roncole, Busseto 1813-Milán 1901), el gran protagonista de la ópera italiana del Ochocientos, entre otras muchas razones, por el gran número de años en que fue “dueño” de los escenarios operísticos (desde el estreno de Nabuco en 1842, hasta el de Falstaff en 1893), pero sobre todo por su inagotable capacidad para renovarse, en contacto con todas las tensiones culturales de su siglo, asimilando a su propio y personalísimo estilo cualquier apertura hacia otras experiencias.
El conocimiento integral de la obra de Verdi, que en sí mismo presupone una empresa compleja y de gran envergadura (casi sesenta años de inagotable y diversa producción), conduce a su vez a la comprensión de los varios y contradictorios aspectos de uno de los momentos más interesantes de la historia de la cultura europea.
Luego de un primer periodo de creación tan prolífico como accidentado, que representó poco más de los primeros diez años en la carrera de un joven compositor con una mucho menos precoz y afortunada iniciación en el mundo de la música que sus antecesores Bellini y Donizetti, vendría el ascenso en torno a la famosa trilogía integrada por Rigoletto, El trovador y La Traviata. Tres años seguidos de gloria en la trayectoria de un para entonces ya cuadragenario compositor, la concepción dramática que está en la base de estas tres óperas deriva directamente —por amplitud y profundización— del drama romántico tradicional, si bien con la presencia aislada de ciertas experiencias que se habían llevado a cabo en las óperas procedentes y para entonces habían ya reconquistado vigor y sentido unitario.
Después vendría una fase más reflexiva y serena, en la cual se agiganta la búsqueda, según palabras del mismo músico, de un “melodrama vasto, potente, libre de toda clase de convicciones, vario, en unión de todos los elementos y que, sobre todo, ¡fuera nuevo!” Mientras las óperas de la anterior “trilogía” cosechaban éxitos también en Francia, Inglaterra y Portugal, Verdi buscaba “lo nuevo” en otros campos, como en el literario, por ejemplo, a través de argumentos cuya novedad se sustentaba en un mayor carácter épico y en una más elevada grandeza poética, amén de la variedad y de lo atrevido.
La historia de este periodo verdiano constituye, en el mejor de los casos, la historia de un auténtico tormento en busca de temas que respondieran a tales exigencias, con la figura literaria de Shakespeare como eje vital.
Genio de decantación tardía, Verdi consiguió conquistar en su madurez el “melodrama perfecto”, aquél en el cual se unira simbióticamente y sin dilación música y palabra, conforme el compromiso del compositor buscaba entonces ya realizarse también en el plano literario-poético. Wagner teorizaba, por esos mismos años, sobre la necesidad de que libretista y compositor fuesen una misma persona, y su similar italiano, quien llegó a profesar los mayores respeto y admiración por el “maestro alemán” (dada su personalidad, Wagner, por el contrario, desconocía a Verdi), estaba en ese mismo canal de compenetración literario-musical. En lo que se refiere a las intenciones de “vastedad” y “variedad”, en cambio, tuvo que ver más con el modelo del teatro francés y de la grand opéra de Auber y de Meyerbeer, que alcanzó su ejemplo más representativo en la de por sí parisina obra Las vísperas sicilianas.
Todas las óperas de la madurez verdiana se orientaron a la conquista definitiva de los espacios internacionales, y Alemania siempre le cerró las puertas. Aunado a ello, se percibe de manera cada vez más clara al Verdi político, como en Simón Boccanegra y el propio Baile de máscaras, en Don Carlos, e incluso en el encargo que fue Aída. Para ocasiones importantes, con fabulosas compensaciones, todas estas óperas fueron escritas con amplio espacio de tiempo, suficiente para cuidar cada detalle y orientadas a sacar el máximo partido de las notables posibilidades espectaculares de los grandes teatros europeos.
La fuerza del destino de 1867, a partir del drama español Don Álvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas, es quizá la obra que mejor representa dicha tendencia verdiana por la espectacularidad, adoptando allí incluso una estructura dramática sin continuidad temporal y llevando a cabo una fusión de estilo propio con la narración novelesca.
Pero la madurez definitiva de Giuseppe Verdi llegaría hasta con los ulteriores Otelo y Falstaff (de 1887 y 1893, respectivamente), grandes proyectos operísticos con los que el notable maestro ya septuagenario regresaba por sus fueros, después de una larga y voluntaria retirada. Conquista definitiva de su sueño de alcanzar la tragedia shakespeareana, del que el Macbeth de 1847 sólo había sido apenas un preámbulo de anunciación (entonces todavía sin todos los recursos necesarios a la mano, tanto en el terreno musical como dramático), este postrero testamento del por otra parte más wagneriano de los Verdi nos entrega a un compositor ya en plena posesión de toda clase de estilos vocales y de una poderosa vena sinfónica.
Sin embargo, a doscientos años del nacimiento de este gran titán del género lírico musical, el nombre de Giuseppe Verdi permanece incólume, entre los más lozanos y vigentes de todo el acervo operístico.