Los hombres de Ratzinger I/II

Guillermo García Oropeza

Ante la sorpresiva y seguramente astuta retirada estratégica del papa Benedicto y todo lo que esto inicia se nos antoja muchísimo que hubiera un gran escritor católico como Graham Greene, Bernanos, Heinrich Böll o el best seller Morris West que nos explicara el Caso Ratzinger, como en su momento el siciliano Leonardo Sciacia, que sabía todo lo que había que saber sobre la política italiana, nos hiciera con el Caso Moro, cuando ese político católico, Aldo Moro, fue liquidado tras de ser la cabeza visible de la Democracia Cristiana, esa ideología a la que derivó la Iglesia tras de veinte años de matrimonio con el fascismo de Mussolini, como en España tras de su alianza con Franco se hizo, dicen, centrista y demócrata.

Ese deseado escritor seguramente nos hablaría de cómo el hombre Ratzinger fue evolucionando al contacto con otros hombres que marcaron su vida, como en un principio su colega como brillante joven teólogo en el Vaticano II, su compatriota Hans Küng, salidos ambos de la Universidad de Tubinga, cuando eran las dos prometedoras estrellas en aquel momento en que la Iglesia parecía que se iba a transformar bajo la sabia bondad de Juan XXIII, una época en la que nosotros todavía jóvenes y creyentes veíamos como La Gran Ilusión.

Ya sabemos cómo el Vaticano II fue desinflado lentamente por las fuerzas conservadoras, y mientras Hans Küng se convertía en el teólogo crítico más brillante del mundo eso no le impidió ser victimado por la moderna Santa Inquisición pero admirado por sus muchos seguidores; Ratzinger prefirió, para decirlo en términos mexicanos, ser institucional, lo que le valió una afortunada carrera primero en Alemania y luego como el hombre clave del papa polaco, quien lo hizo primero moderno gran inquisidor y luego, lo diríamos también en términos nuestros, un supersecretario de Gobernación que le paraba todos los golpes mientras él andaba por el mundo destilando carisma y encanto.

Como cuando las víctimas mexicanas de Marcial Maciel (véase el excelente libro sobre Maciel, de Fernando González), intentaron hablar con Woytila en Roma, pero no pasaron de la defensa cerrada del acorazado Ratzinger, el intelectual que prefirió la seca realidad del poder a esa gran aventura intelectual que es la teología, ciencia del más absoluto misterio que muchos veríamos, como lo diría Borges, como una bella provincia de la literatura fantástica.

Y a la muerte de Juan Pablo II, Ratzinger arrasó el camino al pontificado como una división Panzer en la guerra de Hitler.

Y tan bien sirvió el papa alemán al papa polaco que lo llevó rápidamente a los altares. O sea que Ratzinger le fue fiel a Woytila hasta la eternidad. Mayor fidelidad no se puede pedir entre políticos. Mientras tanto, Hans Küng siguió siendo la condenada voz en el desierto señalándole a la Iglesia los peligros que corre por su arrogancia.

Pero la fidelidad de Ratzinger no fue premiada por el gran publico que nunca le perdonó al alemán no tener la guapura, la teatralidad y la simpatía de su predecesor, además de que ciertas frases poco felices, como su ataque al Islam, a los condones en África, o su endulzada visión de la conquista de América por los españoles no lo favorecieron, y eso en medio de una crisis real en que Europa se aleja de la Iglesia, en América Latina se disputan las masas, Roma y la fe evangélica y en África el Islam se expande como la que es ya la religión más poblada del mundo.

¿Podrá Ratzinger desde su nueva soledad derrotar las negras conspiraciones de un feroz conservadurismo que se encarna en la siniestra figura de aquel buen amigo de Pinochet que se llama Angelo Sodano, o lo que queda de la esperanza del Vaticano II nos dará una Iglesia mas cristiana?