Los hombres de Ratzinger/II y última
Guillermo García Oropeza
Resuelto ya el suspenso pontificio con el ascenso inesperado de Francisco podemos contemplar con tranquilidad la trayectoria y el ocaso de Joseph Ratzinger, quien no se retira a los montes de su natal Baviera, sino que se queda a vivir cerca de ese Vaticano en cuya marcha seguramente influirá. Decíamos que añoramos la existencia de un novelista que siguiera la vida fascinante de Ratzinger, de su transformación de un teólogo de avanzada en una fortaleza de la institución Vaticana, de su fidelidad disciplinada al espectacular papa polaco quien se llevaba las sonrisas mientras Ratzinger le quitaba los golpes y defendía la fortaleza. Es muy injusto que el papado se haya vuelto, signo de los tiempos, tan mediático y que Karol Woytila fuera una superstar entre sus millones de fans que lo admiraban por su talento y encanto de comunicador, aunque pocos analizaran su política de papa conservador, anticomunista visceral y aliado natural de mandatarios como Ronald Reagan y la siniestra Margaret Thatcher. A Ratzinger, en cambio, como decía el tango: la figura no le ayudaba, ni la estatura, ni un rostro poco atractivo, cuando lo que valía en él era su inteligencia y disciplina germánicas. Y es que la mayoría de las gentes prefieren a los papas simpáticos a los profundos, y si su jefe Juan Pablo II y su colega de juventud Hans Küng fueron referentes en la vida de Ratzinger, no quiero olvidar a otro hombre que representa el problema y la tragedia más espectaculares del pontificado de Ratzinger. Me refiero a Marcial Maciel, que ha tenido el triste privilegio de representar el nefando pecado de la pederastia en la Iglesia así como de la, llamémosla, portentosa habilidad para hacer dinero. Porque Maciel es uno de los tantos, demasiados hombres de poder en la Iglesia afectados por el escándalo, y bastará recordar a Bernad Law, arzobispo de Boston, que tuvo que dimitir aplastado por incontables casos de pedofilia en su clero. Casos que se dieron por todas partes en Australia, en Irlanda y, más cercano al corazón del papa, en su propia Alemania, donde ni los jesuitas se escaparon del lodo, y si el funcionario Ratzinger no escuchó a las victimas mexicanas de Maciel para proteger al jefe, una vez papa fue —creo— muy indulgente con el nefando pecador, y si bien lo quitó del mando de los legionarios no fue más allá en una posible transformación a fondo de esa orden, quizá soñamos en su disolución. Así que ojalá alguien escriba la gran novela sobre este papa que —digámoslo en términos de ajedrez— sacrificó a la reina para salvar el rey, para preparar el camino del que iba a venir, como lo hizo en su momento Juan Bautista, verdadero primer mártir del cristianismo. Feliz pontificado Francisco.
