Cuarteto de cuerdas de Yaron Zilberman

Mario Saavedra

Apenas con un documental en su haber, el realizador judío-norteamericano Yaron Zilberman nos entrega con su primer largometraje dramático Un cuarteto de cuerdas (A Late Quartet, Estados Unidos, 2012), una película sólida y rigurosa, que bien podría haber sido firmada por un experimentado y célebre director. La prematura obra maestra de un cineasta con enormes cualidades, se ha valido aquí de la que ha confesado es otra de sus grandes pasiones, la música, para urdir una auténtica partitura fílmica que somete por la severidad humana de los asuntos tratados y la manera francamente poética de hacerlo, por la forma en la que el arte de Euterpe acompaña un entreverado vendaval de crisis existenciales y pasiones a flor de piel.

Desde ya uno de esos clásicos que han sabido hermanar dos lenguajes mucho más cercanos de lo que a simple vista se pudiera pensar (me vienen a la mente también, por ejemplo, Todas las mañanas del mundo de Alain Corneau y La maestra de piano de Michael Haneke), Zilberman es además coautor con Seth Grossman de una pequeña joya dramática que bien podría encontrar eco en el espacio escénico, por la confección de un inteligente discurso que fluye notablemente en voz de sus cinco personajes neurálgicos de compacta raigambre.

Y el mejor pretexto de cohesión en esta suma de encuentros y desencuentros, de ascensos y abismos, es nada más y nada menos que el atípico y referencial Cuarteto de cuerdas opus 131, obra maestra de Ludwig van Beethoven que no sólo concentra la síntesis poética del gran genio de Bonn, sino que incluso ha representado para muchos teóricos y especialistas (Theodor Adorno, profundamente conmovido por la conocida experiencia de Franz Schubert en su lecho de muerte con esta obra cimera, abrió toda una brecha al respecto) uno de los pináculos de la escritura musical y de la creación artística toda.

Escritos entre 1825 y 1826, en el ultimo periodo crítico sobre todo en la vida interior del compositor, los cuatro últimos cuartetos de cuerdas (más la Gran Fuga Opus 133, originalmente concebida para cerrar el Cuarteto Opus 130) que dan nombre a la cinta de Zilberman trascienden la propia escuela romántica, y su importancia radica en que corresponden a un tardío Beethoven que se supera a sí mismo, traduciéndose en una profunda complejidad melódica, armónica y de ejecución proyectada al futuro, ya francamente contemporánea. Incomprendidos en su tiempo, por obvias razones, estos últimos cuartetos y la Gran Fuga, con el mencionado Opus 131 como pináculo de la escritura camerística, ejercería una enorme influencia en compositores muy posteriores como el húngaro Béla Bartók, quien escribió los seis suyos como un franco homenaje al autor de Fidelio.

Y el Cuarteto de cuerdas neoyorquino que se ha especializado en esta obra maestra de Beethoven lleva por nombre en la película precisamente La fuga (desde Bach, procedimiento mayúsculo de la polifonía, y por supuesto alusivo también a la citada Gran Fuga Opus 133 beethoveniana que acompaña el conjunto de los cuartetos en cuestión), término musical del cual bien se vale el realizador para referenciar el estado anímico de sus personajes, en la medida en que el arte también supone para ellos mismos una recurrente vía de escapatoria. Entrelazados por más de dos década por una misma pasión, por un celoso compromiso que los absorbe y hace cómplices en derredor de un arte especialmente signado por la búsqueda de la perfección, los cuatro músicos que lo componen y la hija de dos de ellos protagonizan una suma de situaciones límites que los desnuda en toda su débil e imperfecta humanidad; de trasfondo, o más bien de frente a ellos, la posibilidad de darle vida a una obra maestra, el citado Opus 131 de Beethoven, que constituye algo así como el numen de la creación artística, y por qué no, el por qué de su existencia…

Obra concebida por Beethoven para cuatro auténticos solistas, Yaron Zilberman ha logrado también reunir en este Cuarteto de cuerdas a un igual número de  excelentísimos histriones: Christopher Walken, Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener y Marcos Ivanir, más que bien secundados por la más joven y no menos hermosa (la ojiazul Keener todavía luce muy bella) Imogen Poots. El director consigue sacar lo mejor de ellos, y como resultado final, una impecable puesta en la que en igualdad de circunstancias destacan, como en la música, la armonía, el ritmo, la melodía, las variantes tonales; soberbia ejecución de las partes por separado y por supuesto del todo, los intérpretes aquí transustanciados en músicos consiguen tocar nuestras fibras y cuerdas más sensibles y profundas.

Si bien este Cuarteto de cuerdas de Yaron Zilberman puede resultar un sorpresivo bombón sobre todo para quienes como artistas o simples melómanos están en mayor o menor medida inmersos en el mundo de la música, por todos los citados referentes beethovenianos y otras muchas citas que fluyen con atinada naturalidad en el contexto de la cinta (la esposa muerta del aquí dotado violonchelista Christopher Walken, paradójicamente diagnosticado de Alzheimer, aparece en su recuerdo en la imagen y la voz nada menos que de la connotada mezzosoprano nórdica Anne Sofie von Otter, quien canta esa famosa y hermosísima “Canción de Marietta” del primer acto de la ópera La ciudad muerta del contemporáneo y también ligado al cine Erick Wolfgang Korngold, o una chusca referencia del legendario Pablo Casals), lo cierto es que por sus muchas virtudes artísticas y propiamente cinematográficas, por su diáfano reflejo de las contingencias de la vida y de la condición humana en su mayor estado de fragilidad, puede ser ampliamente disfrutada por un extenso público siempre ávido de emociones y goce estético.