Desapariciones/II y última

Guillermo García Oropeza

La muerte de Margaret Thatcher celebrada con pompa oficial, pero deslucida por protestas populares marca el final de una época siniestra para el Reino Unido y para el mundo (que nos incluye). Ya que la Thatcher fue una de las primeras figuras políticas en llevar a cabo las salvajes prácticas del neoliberalismo que tanto debe a los famosos economistas de Chicago y los innombrables poderosos que en Estados Unidos aplicaron la llamada Reaganomics, bautizada por aquel mal actor convertido en carismático presidente norteamericano y socio y amigo de la Thatcher.

Margaret, obedeciendo este proyecto, demolió el sindicalismo inglés de tan ilustre pasado y acabó con aquel Estado del bienestar que tanto había tardado en construirse. Fanática, inflexible la Thatcher, se convirtió, me decía un amigo londinense, en La Primera Suegra de la Nación.

Curiosamente, la Thatcher no fue vencida por la oposición laborista sino traicionada por su propio partido conservador, que nunca confió en ella porque tenía muchos defectos para ser considerada one of the boys; para empezar, pecado mortal, porque no era boy sino girl y no venía de los grandes colegios y universidades, y no era duquesa ni marquesa, sino la hija de un tendero, casada con un buen señor que según creo era un vendedor.

Pero la joven Margaret tenía la obsesión de llegar al gobierno y esta química y abogada, por fin, se infiltra en los corredores del poder de donde será muy difícil sacarla. La Thatcher, pues, junto con ciertas figuras internacionales, forma parte del nuevo orden mundial que provoca la caída del poder soviético, ayudada en Polonia por las maniobras y apoyos de Juan Pablo II, que como buen polaco odiaba a los rusos, y como buen papa, el comunismo.

La Gran Bretaña de la Thatcher continuó la sumisión de su otrora arrogante imperio que se convierte en, dijéramos, aliado, para no decir colonia, de Estados Unidos, siguiendo a los yanquis en todas sus aventuras militares. Pero sería injusto culpar a la Thatcher de esta sumisión que, como me decía otro amigo londinense, había hecho que Inglaterra ya no fuera una isla, sino un portaaviones americano dentro de un proceso que comenzó cuando Churchill —derrotada Francia, y para defenderse de Hittler— firmó en la mitad del Atlántico la alianza con Roosevelt, cuando el presidente norteamericano, desobedeciendo el deseo de muchos en su país de mantenerse aparte de la guerra europea, hizo el trato por el cual Estados Unidos ponía las armas y los ingleses los muertos, pero que cambiaría el curso de la guerra. La historia recuerda el solemne momento en que en una linda ceremonia de lo más anglicano episcopaliana Gran Bretaña dejó de ser gran y se convirtió en un elegante satélite norteamericano, pero todo mejor que Hitter; lo malo, para nosotros, es que quedamos inmersos en un mundo gobernado en inglés, aunque ya no desde Londres sino desde Nueva York y Washington, si bien de mejores imperios nos han corrido. Seguiremos con las hazañas de la Dama de Hierro. Que Dios la tenga en un heaven tan lindo como la campiña inglesa.