CUESTA ABAJO
Nelson Mandela
Guillermo García Oropeza
Al escribir este artículo, Nelson Mandela está suspendido en ese limbo biológico entre la vida y la muerte, pero la muerte física sólo será un incidente en el gran proceso de su inmortalidad, porque el gran líder sudafricano ocupa ya su lugar de gran privilegio en la historia de la libertad. En estos tristes siglos veinte y veintiuno tan plenos de tiranos, tecnócratas, políticos mediocres y olvidables pocos, muy pocos hombres merecerían el título supremo de ser padres de su pueblo.
Seguramente Gandhi, el Mahatma, lo merecería así como líderes de la negritud como Aimè Cesaire o Patricio Lumumba. En su momento, ya muy alejado, se podría añadir a Kemal Ataturk padre de la Turquía moderna o Nasser, el egipcio y los padres (y madre) de Israel como Ben Gurion y Golda Meier.
Ideología aparte quizá estaría Mao y, claro, Lenin. Como del otro lado del espectro político y por unos años dramáticos estaría Winston Chuchill, aquél quien en su mejor hora le ofreció a su pueblo “sangre, sudor y lágrimas”, pero también la voluntad de prevalecer. Y aunque me lluevan piedras recordaré que en una noche de muertos en Tsurumútaro, cerca de Pátzcuaro me conmovió un altar pleno de flores y velas para Tata Lázaro, padre de su pueblo purépecha.
Pero Nelson quizá los supere porque tuvo una vida tan larga y generosa que le permitió sufrir una prisión de años y años, calumnias y violencia y, tras de ello, no sólo llegar al poder sino poder desde él construir una sociedad nueva, una nación moderna e igualitaria. Para eso tuvo que vencer a uno de los regímenes más abominables y perversos, el de la minoría blanca que, en pleno siglo veinte, imponía el apartheid, esa discriminación racial sólo comparable a la que reinaba en el sur de Estados Unidos, esa patria de los kukluxklanes y de los linchamientos de negros, de los negros a quienes negaba todo incluso el derecho a la educación, y algunos recordarán la famosa escena de una niña negra escoltada a la escuela por tropas federales que le abrían paso entre los rednecks, los blancos ignorantes y racistas, escena que inmortalizó aquel pintor de los buenos Estados Unidos que se llamó Norman Rockwell.
Los enemigos de Mandela eran, creo, los descendientes de los Boers de origen holandés, cuya colonia había sido integrada al Imperio Británico, y yo, que siento un gran amor por Holanda y admiración por los holandeses (viví en Rotterdam por un tiempo), descubro que no es la nacionalidad de los colonos lo que cuenta sino ese mal intrínseo que es el colonialismo, hable éste inglés, francés, español, portugués… o afrikaans.
Y es contra el colonialismo demencial que Mandela lucha con su arma más poderosa: la dignidad y la calmada inteligencia, pagando con la mitad de su vida en la prisión y evitando cualquier extremismo que diera la razón a sus enemigos. Un padre sereno, en medio del ruido y la locura. Y al morir alguien dirá como en la muerte de Lincoln: “ya pertenece a las edades”. Et vitam venturi saeculi.