ECONOMÍA POLÍTICA

 

Con la reforma, el Presidente otorgaría los permisos

Magdalena Galindo

Hace más de 20 años, cuando se estaba negociando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, uno de los principales representantes de México, Herminio Blanco, se reunió en Estados Unidos con un grupo de grandes empresarios de ese país, quienes, aparte de otros campos de los que querían apropiarse, plantearon su interés en que se abriera la industria petrolera a la inversión privada, incluida la extranjera. A ese requerimiento, Herminio Blanco dio una respuesta reveladora al decirles que la apertura de la industria petrolera no podía incluirse en el tratado, porque la Constitución lo prohibía explícitamente, pero que estaban “buscando cómo darle la vuelta a la ley”.

Y, en efecto, tanto en el sexenio de Zedillo, como en los de los panistas Fox y Calderón, no les faltó el ingenio para burlar la prohibición establecida en la Constitución. Ahora, con la reforma energética, se quitan de problemas, porque se cambia la Constitución y ya está: se elimina la exclusividad del Estado en el sector energético y se permite la inversión privada en todas las áreas de la industria.

No hay que confundirse. Desde que se empezó a hablar de la entrada de la inversión privada en esas áreas, las sucesivas administraciones advirtieron que privatizar la Comisión Federal de Electricidad o Petróleos Mexicanos resultaba demasiado escandaloso, y que la sociedad mexicana no lo aceptaría y, por lo tanto, representaría un costo político excesivo.

La orientación de las reformas desde el sexenio de Miguel de la Madrid hasta ahora no ha sido privatizar las paraestatales, sino privatizar la industria energética, esto es, quitarles la exclusividad a las empresas del Estado y permitir la explotación de esas áreas estratégicas a la iniciativa privada.

En el caso de la energía eléctrica, la incursión de la iniciativa privada ha sido muy amplia, pues bajo el esquema de Productor Independiente de Energía Eléctrica, hoy los empresarios privados, tanto nacionales como, principalmente, extranjeros, generan el 36% de la energía que se consume en el país, a pesar de que a partir de 1960, a propuesta del entonces presidente Adolfo López Mateos bajo el lema de “La luz es nuestra”, se estableció en la Constitución la exclusividad del Estado en la generación y distribución de la energía eléctrica. Ahora, en la reforma propuesta por Peña Nieto se eliminan todas las restricciones a la iniciativa privada para aprovechar el mercado de la electricidad.

En el caso del petróleo, también se abre por completo el sector a la iniciativa privada, esto es, se establecería, de aprobarse en el Congreso, la participación de los empresarios en “la exploración y extracción de hidrocarburos” (o sea petróleo y gas) a través de contratos “en los que puedan pactarse mecanismos de pago en función de los recursos que se obtengan mediante compensaciones en efectivo o equivalentes a un porcentaje de los mismos”.

Además se propone “sustraer de las áreas estratégicas del Estado a la petroquímica básica y dar certeza a nivel constitucional para que las actividades de la industria petrolera, tales como el procesamiento de gas natural y la refinación del petróleo, así como el transporte, almacenamiento, distribución y comercialización de dichos productos y sus derivados, puedan ser realizados tanto por organismos del Estado, como por los sectores social y privado, a través de permisos que otorgue el Ejecutivo federal”.

En resumen, la propuesta de reforma energética pretende privatizar toda la industria petrolera y la eléctrica, aunque Pemex y la Comisión Federal de Electricidad sigan siendo empresas paraestatales, cada vez con menos material de trabajo. Seguramente, Carlos Slim y algunos empresarios españoles y estadounidenses deben haber brindado con champaña al conocer la propuesta de reforma.