Cuesta Abajo
Privatizar, ¿para qué?/I-III
Guillermo García Oropeza
Parafraseando a Marx diríamos que “un fantasma recorre México, el fantasma de la privatización”. La privatización que hoy nos preocupa con enorme temor es la de la educación pública que se convertiría en botín y negocio de incontables intereses.
Existe un sector de la opinión pública que está seguro de que esos múltiples intereses no cejarán hasta que el Estado abandone total o parcialmente el proyecto de la educación pública, que se encarna en el fundamental artículo tercero constitucional, y que la eterna y múltiple derecha mexicana sueña —en una utopía— en que la educación sea, al mismo tiempo, un vasto negocio y el vehículo ideológico para imponer las tesis neoliberales, así como la educación religiosa, que sería reaccionariamente católica.
Un poco de historia para recordar la vida de la idea e ideal de la educación pública. Pienso que esa idea surge como un producto inevitable de la Revolución Francesa: me acuerdo haber visto en París una escultura de Marat como padre de L´école publique.
Para la Revolución Francesa, que acababa de cortar literalmente la cabeza de la monarquía y de golpear la autoridad de la Iglesia aliada de la monarquía, era necesario imponer la educación pública para arrebatar a la Iglesia, simbolizada por los jesuitas, la educación. Ya sea ésta al nivel de la escuela elemental y alfabetizadora como de los niveles superiores que culminan en les grandes ecoles francesas como, normales, politécnicas, universidades públicas.
Un sistema que ha llegado hasta nuestros días y donde tantos ilustres mexicanos fueron becarios notables cuando para triunfar en México había que ser egresado de las universidades privadas y consagrado en las grandes universidades gringas como Yale, Chicago, Harvard, en donde adquirieron prestigio tantos de nuestros notables de la nueva clase de los científicos de siniestra memoria porfiriana.
Su humilde servidor estudió posgrados en Estados Unidos y en mi entrañable Holanda y, antiguo como soy, sigo prefiriendo Europa a Estados Unidos, sin desconocer el inmenso poder de ese sistema universitario norteamericano que por tantos años vive en intima cohabitación con las grandes empresas. Universidades increíblemente ricas, las estadounidenses, cuya opulencia yo simbolizo en las torres neogóticas de Yale o en los soberbios edificios de Harvard o el Tecnológico de Masachusets. Ésa es una gran educación privada.
Y con lagrimas en los ojos pienso en nuestras lamentables universidades privadas, con algunas dignas excepciones, universidades de una arrogante mediocridad que, diría mi maestro Miguel Ángel Marín, elocuente habitante de la colonia Guerrero de la ciudad de México, sólo sirven “pa llevarle el pulque a las universidades gringas”.
Mi maestro Marín había sido, claro, buen alumno de don Pablo González Casanova en la UNAM y luego sociólogo de la Sorbona, donde se infectó de dos querencias, la cultura francesa y el marxismo, pero perdón por caer en un bache de la memoria. Para la otra le seguimos en serio.