LA SOMBRA EN EL MURO

 

La reinvención de América

Humberto Guzmán

¿Quién, en el mundo, no ha confundido a Estados Unidos con América? Muchos creen, entre los mexicanos inclusive, que México es Centroamérica. Aun en España, muchos consideran que México es Suramérica. Es una falta de respeto que tiene que ver con la escasa importancia que se le da a nuestro país tanto dentro como fuera del mismo.

En cambio, a Estados Unidos se le otorga la importancia de ser América, todo un continente. Se olvidan que las naciones fundadas por los españoles aquí, en el siglo XVI, eran la América primigenia, y de entre aquellas la más grande, la más rica, era la Nueva España, es decir: México.

Cierto día, en una pequeña vinatería en Madrid que me tocó de paso, me hallé al lado de un hombre joven, delgado y rubio. Me preguntó si yo era suramericano; ofendido por la ignorancia, le dije que casi. ¿Por qué casi? Porque soy mexicano. ¿Y tú —devolví— eres inglés? Casi, respondió. ¿Por qué? Porque soy escocés.

Salta el mito de Latinoamérica. Que, de acuerdo con su origen, es más preciso decir Hispanoamérica. El primer nombre es más amplio y se lo prefiere, oficialmente, para soslayar nuestra hispanidad, la que se ha querido borrar de una manera hasta patológica. Más allá de algunos rasgos, no es lo mismo Argentina, Brasil y México. La “nación latinoamericana” no es más que una invención, que sólo sirve para los discursos demagógicos de algunos líderes políticos suramericanos. A mí me gusta Colombia. (¿O García Márquez no está en México?) Perú guarda similitudes con México. Guatemala sigue siendo de la misma cultura que el sur de nuestro país. Sin embargo, creo que es un cuento ese de “la nación latinoamericana y bolivariana”. Pudo haber tenido sentido después de la independencia de España, por razones políticas. Pero, ¿cuál de todas las naciones que la conforman sería la líder? Ninguna representa los rasgos y los intereses de todas. Sería, como lo es de todas maneras, una lucha de poderes.

Por su evolución formativa, se convirtieron en naciones diferentes. Como las lenguas romances, que vienen del latín vulgar y, no obstante, desde hace siglos son lenguas autónomas, con gramáticas propias. Los mexicanos, por nuestra parte, somos diferentes entre sí, los norteños de los del Bajío, y éstos de los del sur, el sureste, las costas, ¡y los del D.F.! El español que se habla en cada localidad suena y se habla de manera particular. Tan solo en el Distrito Federal tenemos varias maneras de hablar el español. Somos mexicanos todos, pero esas diferencias existen, por personalidad propia; ahora vean a los países hispanoamericanos en conjunto, a ver qué tanta igualdad mantienen.

Lo único cierto de todo esto es que Nueva España, es decir, México, existió antes que Estados Unidos y Canadá; fue la América original, junto con las otras naciones fundadas por españoles y portugueses. Y esta cultura española (las costumbres, la religión, la idiosincrasia, las razas que la componen, la historia, el arte, la geografía, la gastronomía, el inconsciente colectivo, etc.) lo definía todo.

En México, no obstante, se ha dado una desconcertante involución desde la Independencia y luego la Revolución. No sólo se niega la hispanidad sino se le sobrepone la idea de que el indianismo es lo único nuestro, y no, también lo es —y de mayor manera— la hispanidad. Por esto, tal preferencia política —que eso es: política— y cultural es forzada, una imposición de las elites del poder. No es lo que dice la cronología de la historia. Entonces se tiene una personalidad contrahecha, mocha o pocha, ni una cosa ni tampoco la otra, en nuestro país y en nuestro fuero interno, que es peor.

Creo que este desbarajuste es lo que permitió en el siglo XIX que Estados Unidos se impusiera con demasiada facilidad a México. Se dieron cuenta del extravío en que se hallaba, y dijeron, nada más es cosa de estirar la mano y es nuestro. Dicho y hecho. Ellos no titubearon. La imposición estadounidense del siglo XIX va más allá de lo militar, es la victoria de una personalidad con certidumbre, definición, sobre otra incierta, en lucha consigo misma, que, habiendo rechazado su origen, buscó desesperadamente algo a qué asirse. Y lo que encontró no fue tanto el indigenismo (éste es la superficie) sino la fuerza de Estados Unidos y su cultura del presente. El tigre que nos pudo comer y sólo nos medio comió, para seguirnos comiendo. También es el ejemplo que seguimos, en aras de renunciar (ya lo hemos hecho) a nosotros mismos. Tal vez la frase de José Vasconcelos: “Por mi raza hablará el espíritu”, se refiera a la fusión de las razas que nos conforman, sin excluir ninguna, para fortalecimiento de nuestro ser. Nuestra desgracia es que se ha hecho exactamente lo contrario.