COLUMNISTA INVITADO
Expectativas insospechadas
Guillermo Ordorica R.
Como evento de alcance universal, la elección de Jorge Bergoglio al trono pontificio el 13 de marzo último ha propiciado todo género de comentarios acerca de lo que puede esperarse del nuevo papa Francisco, en particular luego del breve y para muchos opaco reinado de Benedicto XVI, cuya renuncia al magisterio de San Pedro confirmó la fortaleza de carácter y decisión del expapa alemán.
Muchos son, en efecto, los caminos que podría seguir la Sede Apostólica bajo la guía del primer pontífice latinoamericano; diversas son, igualmente, las expectativas que despierta su condición de jesuita en un mundo racionalista y crítico, que reclama de Roma apertura frente a temas complejos y polarizantes, así como una respuesta creativa y novedosa que ponga fin a la desbandada de fieles y a la incredulidad de las nuevas generaciones en el papel de la Iglesia católica como formadora histórica de la conciencia de Occidente.
Una primera consideración sobre el nuevo papa es, precisamente, su nacionalidad argentina, que ofrece un claro mensaje acerca de la importancia que asigna el Vaticano a una “segunda evangelización”, y al subcontinente latinoamericano como la principal reserva de católicos del mundo.
En esa misma línea y en un contexto global donde la miseria es realidad cotidiana para numerosos pueblos, el papa ha dado muestras claras de su opción preferencial por los pobres, eje rector de la Celam, y simultáneamente de su alejamiento de ideologías o propuestas de transformación radical de la sociedad, como la teología de la liberación, a la que Juan Pablo II, en el amanecer de su pontificado, descalificó durante su visita a la Nicaragua sandinista.
El nombre mismo de Francisco adoptado por Bergoglio refrenda esta doble tendencia, al recordar la labor misionera de los primeros mendicantes en el Nuevo Mundo y la vocación del padre fundador de la orden franciscana, conocido como el “pobre de Asís”.
En el cálculo de Roma, los acontecimientos se estarían ordenando por sí mismos. Después de que Juan Pablo II volcara su atención a la política mundial, haciendo de la Santa Sede un referente obligado de las relaciones internacionales y con ello descuidara el gobierno interno de la Iglesia; y luego de que Benedicto XVI recuperó la centralidad devocionaria de Cristo, tan opacada por el exceso marianista de Karol Wojtyla, el arribo de Francisco es de marcado tono conciliador y abre puertas para la discusión de una agenda que sus dos predecesores se negaron a considerar. Simpatizante de la devoción moderna del padre Pedro Arrupe, de la esperanza y no del optimismo psicológico, y de la educación como instrumento emancipador, Francisco parece estar dispuesto a reflexionar sobre temas polémicos como la transparencia de las finanzas vaticanas, aborto, eutanasia, salud reproductiva, matrimonio entre personas del mismo sexo, colegialidad de la Iglesia, acceso de la mujer al sacramento del sacerdocio, pastoral para divorciados y acusaciones de pedofilia a integrantes del clero, entre otros. Bergoglio ha dado la pauta para pensar en transformaciones de fondo, por ejemplo al reconocer que él no es nadie para juzgar a los homosexuales.
Hacia adelante se abren expectativas insospechadas frente a un papa que, en reciente entrevista concedida a un periodista italiano, sugirió que la necesaria reforma de la Iglesia pasa por el reto de armonizar la experiencia espiritual personal con el dogma del credo católico, apostólico y romano. Como sentenciara Julio César hace más de dos milenios, Alea Iacta est (la suerte está echada).
El autor es internacionalista.