ESCENARIO INTENACIONAL
El orden mundial del porvenir debe sustentarse en la justicia
Guillermo Ordorica R.
México, como el resto de las naciones, ha debido hacer en el último cuarto de siglo un esfuerzo de ajuste de su política exterior para buscar el mejor acomodo posible en un escenario internacional siempre cambiante y dinámico, donde la pasividad pone en riesgo la soberanía y limita el potencial del país como actor, congruente y confiable.
Muchas son las estrategias adoptadas y también sus consecuencias cuando se han privilegiado coyunturas y menospreciado visiones de mediano y largo plazos, que pasan por alto la volatilidad de las variables y la permanencia de la incertidumbre.
El escenario no es el de la Guerra Fría, cuando la política mundial era previsible y relativamente sencillo para Tlatelolco adoptar posturas que se mantenían esencialmente idénticas en diferentes administraciones presidenciales. La evolución de los acontecimientos mundiales y el reajuste de hegemonías en diferentes países y regiones, han erosionado la plataforma de las relaciones internacionales de la segunda posguerra para dar lugar a realidades inéditas, como el desplome del denominado socialismo real y, en el amanecer del nuevo siglo, los ataques terroristas del 9/11 en Estados Unidos.
La década de los ochenta dejó ver el desgaste del sistema diseñado en San Francisco y en Bretton Woods, y por ende de los supuestos sociológicos que por más de cuarenta años animaron la conducta de las naciones en el plano mundial. La evaporación de la seguridad que antaño ofreció el equilibrio del terror propicia escenarios fangosos e impredecibles, donde diversos países tratan de ocupar espacios de influencia regional dejados vacíos por los antiguos satélites de Estados Unidos y de la desaparecida Unión Soviética. De igual forma, la comunidad mundial atestigua, con asombro e incredulidad, el surgimiento de nuevas amenazas, de naturaleza diferente a las de la Guerra Fría, pero con potencial para romper el delicado tejido de la paz y la seguridad universales.
En el caso concreto de México, se decidió hace algunos años que la mejor manera de responder a este escenario es a través de una política exterior activa y pragmática, que abra al país la puerta para participar en foros donde se discute la arquitectura multilateral del futuro y la posibilidad de que los mexicanos nos beneficiemos de la globalización, en sentido amplio. El planteamiento tiene sentido; después de todo México cuenta con enorme prestigio diplomático, ganado a pulso por la congruencia de su voz y su compromiso con el derecho internacional y las causas de la paz y el desarrollo. Este es, precisamente, el valioso capital político que debe permitir a nuestro país navegar en las turbias aguas de estos primeros años de la posguerra fría.
Lamentablemente y consecuencia de interpretaciones disímbolas, la política exterior vociferante que se siguió entre los años 2000 y 2012 entendió activismo y pragmatismo en un sentido tal que menospreció las razones que históricamente han dado solidez y reconocimiento a nuestra diplomacia.
El resultado es por todos conocido; en un cálculo fallido, se pretendió que México adoptara en sus relaciones internacionales conductas ajenas a sus capacidades de poder y a la idiosincrasia del ser nacional.
Hoy, las cosas son diferentes. La política exterior sigue siendo activa y pragmática, pero de otra manera. Con los valores de siempre y en apego a la Constitución se innova, se recuperan espacios de cooperación para el desarrollo y se reconstruyen la tradicional latinoamericanidad de México y su condición de país viable, solidario y soberano.
En Tlatelolco las señales son claras: el orden mundial del porvenir debe sustentarse con firmeza en la justicia económica, el desarrollo integral, el respeto a los derechos humanos y la observancia del derecho internacional. Es la diplomacia de una potencia emergente que aspira a consolidar una genuina política exterior de Estado.
El autor es internacionalista.