CUESTA ABAJO

Que nos sirva de penitencia

Guillermo García Oropeza

Antes que nada debo confesar que no sé nada de futbol, y eso por razones genéticas, mi madre era mazatleca y en su familia, donde crecí, el juego único y posible era la pelota, es decir, el beisbol, y de niño, un tío político ferrocarrilero y capitalino, nacido en el amado centro histórico, me llevaba al estadio y me enseñó ese juego mágico que junto con el jazz es lo mejor que ha producido Estados Unidos.

Así es que de futbol, como deporte, no sé nada y jamás sé la diferencia entre un penal y un fuera de juego, por lo que mi visión del futbol es puramente sociológica, es decir, política, y estoy convencido de la importancia política, nacionalista, psicológica del futbol en este México que tanto quiero y que tanto me alarma.

Y, claro, no pude ignorar la última catástrofe y vergüenza del futbol nacional cuando al gigante mexicano, Goliath tricolor, lo venció no sé que David centroamericano, y si no me hubiera enterado por los medios me hubieran puesto al día mis fieles informantes que son los taxistas que empleo cotidianamente. Y los taxistas —¡ojo, políticos!— están, dirían en Madrid, muy cabreados.

Porque, mire usted, no se vale que a los dueños del futbol y al Supremo Gobierno no le importe la calidad del futbol nacional que sólo sirve para vender publicidad y ganar dinero, olvidando su fundamental función política, y que todo se les vaya en una obvia, vergonzosa manipulación y no construyan con paciencia y seriedad el futbol que la gente quiere y ama. No se vale, patrón.

Y yo, aficionado a la historia, me acuerdo de aquella maravillosa fórmula política que funcionó por 300 o 400 años: Panem et Circenses o lo que sería su equivalente nacional: tortillas y futbol decente. En Roma los políticos que querían llegar y luego mantenerse en el poder pagaban de su bolsillo maravillosos (y terribles) espectáculos en el Colisseum para que el populus estuviera contento con el senatus y con el imperator.

Tan sencillo como eso… y en México el futbol es tan importante que no se puede dejar en manos de los mercaderes. Ignoro cuál sea la solución pero, por lo pronto, nos sería muy saludable que nos ganara esa Nueva Zelanda que los mexicanos en su mayoría no saben dónde está, para que nos sirva de penitencia que nos lleve a un examen de conciencia y al propósito de enmienda justo como cuando íbamos a confesarnos.