BELLAS ARTES
Murió en Milán el pasado 25 de noviembre
Mario Saavedra
El pasado 25 de noviembre murió en Milán, Italia, la primerísima mezzosoprano Oralia Domínguez (San Luis Potosí, 1925-Milán, 2013), quien desde principios de la década de los cincuenta inició una carrera internacional tan sorprendente como extraordinaria, entre otras razones porque lo hizo desde un país que entonces en buena medida dominaba todavía el panorama operístico mundial —fue figura indiscutible, por casi diez años, en la propia Scala de Milán—, sino además porque esa conquista la fraguó conviviendo de cerca con auténticas leyendas del ámbito belcantístico, incluso con algunas otras de su propia tesitura que igualmente brillan en el firmamento de lo más granado del arte lírico.
Egresada del Conservatorio Nacional de Música donde convivió muy cerca con personajes de la talla de Carlos Chávez (fue uno de sus primeros más entusiastas promotores), Oralia Domínguez debutó en el Palacio de Bellas Artes en 1945, en el pequeño papel del músico de Manon Lescaut, de Giacomo Puccini, si bien sería hasta iniciada la década posterior cuando confirmaría su protagónica presencia en la escena operística nacional. Para entonces ya una figura de nuestro espectro belcantístico, en 1951 fue la Amneris en las antológicas funciones de la Aida, de Giuseppe Verdi, de Maria Callas en nuestro país, particularmente famosa una de ellas porque la gran diva griego-neoyorquina se inmortalizaría con su inusitado mi bemol del segundo acto no escrito por el compositor (“el agudo de Bellas Artes”), al lado de otras dos grandes leyendas como el tenor Mario del Monaco y el barítono Giuseppe Taddei, dirigidos por Oliviero De Fabritiis.
Ya en Italia, en la Scala de Milán, donde establecería su residencia de por vida, hasta su muerte, debutó el 7 de mayo de 1953 en Adriana Lecouvreur, de Francesco Cilea, en una ópera que le dio fama y fortuna, como la Princesa di Bouillon, junto a la otra gran diva de la época, la soprano Renata Tebaldi; tendrían que pasar cerca de cincuenta años para que otra cantante mexicana figurara en este emblemático escenario, cuando nuestra soprano María Alejandres triunfó en el 2011 en Romeo y Julieta, de Charles Gounod. Destacada por la bella sonoridad de su emisión, por la sorprendente extensión de su inusual registro que igual le permitía alcanzar sostenidos y hermosos agudos que profundas notas graves de no menos envolvente musicalidad, esta ya histórica mezzosoprano cubrió un no menos amplio y variado repertorio en el que cabían obras y personajes tan disímiles como la Marina de Boris Godunov, de Mussorgsky; o la Princesa Eboli de Don Carlos, la Magdalena de Rigoletto, la Miss Quickly de Falstaff, la Azucena de El trovador y la Ulrica de Un baile de máscaras, de Verdi; o la Isabella de La italiana en Argel, de Rossini; o la Tía Princesa de Suor Angelica, de Puccini; o la Charlotte de Werther, de Massenet; o el protagónico femenino de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns; o incluso la Arnalta de La coronación de Popea, de Monteverdi.
Pero Oralia Domínguez no sólo triunfaría en la Scala, sino que además lo hizo también en el Wigmore Hall y el Covent Garden de Londres, en la Ópera de Lucerna, en el Teatro Colón de Buenos Aires, en la Ópera del Rin en Düsseldorf, o en festivales de gran tradición como el de Glyndebourne en el que fue parte del elenco estable por varias temporadas. Fue la primera voz mexicana en ser considerada por el inolvidable Herbert von Karajan (más tarde lo serían el barítono Roberto Bañuelas y el tenor Francisco Araiza), quien la invitó a hacer el endiabladamente difícil personaje de Erda de El oro del Rin, para arrancar la histórica grabación que el otro famoso salzburgués hizo de toda la tetralogía de El anillo del Nibelungo, de Richard Wagner.
Poseedora de una técnica vocal que le permitió extender su carrera siempre en los más altos niveles, de acuerdo a las exigencias de los teatros de abolengo que pisó, nuestra inolvidable mezzosoprano cantó durante casi un cuarto de siglo en los más grandes escenarios del mundo, compartiendo crédito con otras leyendas que durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta protagonizaron el siempre competido ámbito operístico. En muchas funciones de antología, históricas por los nombres participantes y las condiciones de triunfo que se suscitaron, con otros directores de la talla de Lorin Maazel o Leonard Bernstein, registrarían con letras de oro su desempeño extraordinario, con el reconocimiento unánime tanto de la crítica especializada como del público operómano. Además de Italia donde hizo su residencia, su talento sería ampliamente comprobado en otros países como Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda, Bélgica, Austria y España.
Por fortuna esta gran diva mundial dejó no menos memorables vestigios discográficos que dan constancia de sus enormes facultades, entre otros, una admirable L’incoronazione di Poppea, de Claudio Monteverdi, con el bajo Boris Christoff, de 1966; o un no menos gustoso Samson et Dalila, de Saint-Saëns, con el tenor Jon Vickers, de 1964; o la multicitada grabación en vivo de Aida, de Giuseppe Verdi, en el Palacio de Bellas Artes, que contribuiría a inmortalizar a la Callas, de 1951; o el no menos referencial Falstaff, también de Verdi, con el barítono Giuseppe Taddei, también en vivo, en la Ópera de Roma, de 1953; o los dos Requiem, igualmente de Verdi, el primero con la soprano Elisabeth Schwarzkopf, el bajo Cesare Siepi y el tenor Giuseppe Di Stefano, de la Scala de Milán, de 1954, y el segundo, con el tenor Nicolai Gedda y bajo la batuta de Herbert von Karajan, del mismo año; y por supuesto el también ya citado El oro del Rin, de Wagner, bajo la dirección del mismo Karajan, con el barítono Dietrich Fischer-Dieskau, con la Filarmónica de Berlín, de 1967. Su disco para la Deutsche Grammophon, con su famoso personaje de Adriana Lecouvreur en la portada, con arias de esa misma ópera, más otras de Cilèa, Massenet, Donizetti, Rossini, Verdi y Wagner, sin las infaltables de su no menos rigurosa versión de la Carmen de Bizet, es ya de obligada presencia en toda discografía.
