Después del Muro de Berlín y la Guerra Fría

Guillermo Ordorica

El mundo comienza el año con una serie de situaciones originales, que permiten hacer una caracterización igualmente singular de las principales tendencias de las relaciones internacionales contemporáneas. Ha pasado ya casi un cuarto de siglo desde que los medios de comunicación informaron, con asombro, sobre el derrumbamiento del Muro de Berlín, que no fue otra cosa que la expresión material del proceso que acabó formalmente con la tensión bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética y con ello, puso punto final a la Guerra Fría.

A partir de entonces, el discurso político a nivel mundial se orientó en torno a dos grandes ejes. Por un lado, con enorme optimismo se auguraba la inminencia del fin de la pobreza y del acceso definitivo al desarrollo por parte de las naciones menos favorecidas, también denominadas del Sur. Por el otro, se inició todo un proceso de reflexión y debate acerca de la pertinencia de reestructurar el andamiaje institucional de los organismos multilaterales, con el fin de hacerlos representativos de la nueva realidad global y dotarlos de recursos que les permitieran afrontar con éxito las denominadas nuevas amenazas a la paz y la seguridad mundiales.

La verdad sea dicha, de ese discurso sólo quedan vestigios y pocos se acuerdan de la presunta etapa de bienestar y progreso que traería consigo el desmantelamiento del bloque socialista. La pobreza, lejos de desvanecerse, adquirió nuevas y sofisticadas connotaciones, en particular cuando los avances en las denominadas nuevas tecnologías de la información acreditaron que la globalización es de marcado carácter sectario y no alcanza a derramar beneficios en países y regiones carentes de servicios elementales. Fue entonces cuando muchos académicos y líderes de opinión voltearon hacia África negra, probablemente con la intención de pedir disculpas a los olvidados de siempre, de gran parte de un continente que por muchos es considerado vergüenza de la humanidad.

En este escenario de altibajos, de optimismos mezclados con pesimismos, donde las fórmulas del libre mercado se han puesto a prueba frente al Estado, que gradualmente ha venido recuperando su condición de principal promotor del desarrollo económico, se empiezan a dibujar tendencias claras y a definir las preocupaciones centrales de un mundo que, con pragmatismo, desea respuestas a los grandes problemas de hoy y, particularmente, superar rezagos ancestrales.

De las dos expectativas arriba citadas, que sucedieron de manera inmediata a la Guerra Fría, hoy puede decirse lo siguiente. Los países del Sur, sin haberse podido librar de la pobreza o participar plenamente de la globalización, aún y cuando en muchos de ellos las políticas de desarrollo social sean particularmente exitosas, integran hoy un influyente bloque de naciones, que confiere al mundo renovados perfiles. Es un hecho insoslayable que el Sur, si bien precisa de los países desarrollados o del Norte, también ha logrado que el Norte precise cada vez más del Sur. A manera de ejemplo, de acuerdo con el Informe de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, tan sólo Brasil, China e India, combinados, representarán para mediados del siglo XXI el 40% de la producción mundial, siendo que en 1950 participaban con el 10%.

Los datos antes citados son, por supuesto, parte de la respuesta a la segunda expectativa, es decir, debido al peso específico de las naciones del Sur en las relaciones internacionales de hoy, se percibe un reequilibrio político y económico del mundo, que debe traducirse en la participación efectiva de estas naciones en cualquier proceso destinado a la reestructuración de los organismos multilaterales. Una vez más, los datos duros no dejan mentir. En el mismo Informe de Desarrollo Humano de la ONU se indica que al Sur, en su totalidad, corresponde alrededor de la mitad de la producción económica mundial, mientras que en 1990 era de solo un tercio. En ese mismo Informe se indica que los PIB combinados de ocho de los principales países en desarrollo (Argentina, Brasil, China, India, Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía) equivalen al PIB de Estados Unidos, siendo que apenas hace nueve años el peso combinado de esos mismos ocho países correspondía a la mitad del de Estados Unidos.

Paradoja del destino, juego de ajedrez o maquiavelismo puro, el hecho es que las relaciones internacionales del año 2014 que acaba de comenzar deberán ir dando respuesta a todos estos cuestionamientos y realidades, considerando invariablemente la conectividad sin precedentes que ha generado la globalización, en todos los ámbitos del quehacer humano. Un año es muy poco para obtener resultados, pero también ofrece el espacio de tiempo necesario para que las ideas vayan madurando y la comunidad de naciones logre traducir en hechos verificables los grandes objetivos de la Carta de las Naciones Unidas.

Internacionalista.