Claudio Abbado (1933-2014)

Mario Saavedra

Con Claudio Abbado (Milán, 1933-Bolonia, 2014) se ha ido uno de los músicos y directores de orquesta más sólidos de la posguerra y de su propia generación, quien como pocos hizo de su ejemplar actividad al podio un auténtico puente de conciliación y de coincidencias culturales, conforme con él alcanzaba la música sus más ingentes función y razón de ser: un espacio natural de complicidad humana, más allá de diferencias culturales o ideológicas. Aunque de una promoción anterior, fue con su coterráneo Riccardo Muti uno de los sucesores por antonomasia de la tradición italiana representada por directores de la talla de Arturo Toscanini.

Miembro de una familia con una muy sólida herencia musical, Abbado estudió en un principio piano en el Conservatorio de Milán con su propio padre Michelangelo y el no menos admirable director de orquesta Carlo Maria Giulini con quienes consolidó una vocación en él tan firme como inaplazable, que más tarde afianzaría en Viena con Hans Swarowski. Esta primera etapa sería vital entre otras cosas para acabar de reconocer su profunda afición por el arte lírico italiano, en particular por compositores como Gioacchino Rossini y Giuseppe Verdi que había descubierto y le habían fascinado desde su primera infancia, pero también para entrever una no menos firme veta teatral que más tarde terminaría por reforzar tras su definitivo encuentro de la obra de Wolfgang Amadeus Mozart.

Ganador en Estados Unidos del Concurso de Dirección Orquestal Serguéi Kusevitski en 1958, casi de la mano vino su determinante debut al frente de la Orquesta del Teatro de La Scala de Milán, cuando en 1960 se conmemoró el tercer centenario del nacimiento del compositor barroco Alessandro Scarlatti. Años de consolidación, en 1963 se hizo acreedor en Nueva York al primer premio del Concurso de Dirección “Dmitri Mitropoulos”, acontecimiento que a vez redituaría en que el propio Herbert von Karajan lo invitara a dirigir la Segunda Sinfonía “Resurrección” de Gustav Mahler en el Festival de Salzburgo, al frente de la Orquesta Filarmónica de Viena. Motivo de otro de su grandes hallazgos, este matrimonio de por vida con el catálogo del compositor de Kaliste coincidió con los prologados años de festejos que con motivo del centenario de su nacimiento se multiplicaron por buena parte de la geografía musical, en una más que justa revaloración de la obra del autor de La canción de la tierra.

Director musical titular del Teatro de La Scala por casi dos décadas, desde 1968 hasta 1986, donde se propuso cubrir no sólo el repertorio operístico tradicional sino además montar al menos una obra contemporánea en cada temporada, por esos años programó adicionalmente distintas series de conciertos dedicados a los catálogos de otros compositores de su estima como por ejemplo Modest Mussorgsky o Arnold Schönberg o Alban Berg. Con respecto al primero precisamente tuve la enorme fortuna de ser testigo presencial de su memorable Boris Gudonov en el otoño de 1991, en sus años gloriosos al frente de la Orquesta de la Stat Oper de Viena (1986-1991), cuando el inolvidable bajo búlgaro Nicolái Giaúrov estaba también en el mejor memento de su no menos espléndida trayectoria.

En ese inter, a pocos años de haber arrancado su larga y fructífera estancia en La Scala, se dio su primera grabación también en video, en un cruce por demás afortunado de recursos musicales y vocales, e incluso teatrales y hasta cinematográficos, con su ya referente Barbero de Sevilla de Rossini de 1971, en un encuentro no menos provechoso con el formidable director de escena y realizador francés Jean-Pierre Ponnelle, con la Orquesta Sinfónica de Londres y un reparto de ensueño: el barítono alemán Hermann Prey, la mezzosoprano española Teresa Berganza, el tenor peruano Luis Alva (rossiniano por excelencia, mejor conocido en el medio como Luigi), y los bajos italianos Paolo Montarsolo y Enzo Dara.

Quizá los años de mayor esplendor en la carrera vigorosa y singular de Abbado, en ese lustro al frente de la Ópera del Estado de Viena verían la luz otras grandes producciones de verdadera antología, como la de la mucho menos conocida ópera Khovanshchina del mismo Mussorgsky, o la del Fierrabras de Franz Schubert, o la de su insuperable lectura del también mucho menos puesto Il viaggio a Reims de Rossini (con nuestro internacional tenor Paco Araiza en plenitud de facultades), o sus extraordinarios conciertos de Año Nuevo en la capital austriaca con la crema y nata de la música y el arte lírico.

Director principal además de la Orquesta Sinfónica de Londres entre 1979 y 1987, en sus mayores años de gloria sucedió a Herbert von Karajan como director principal de la Orquesta Filarmónica de Berlín en 1989 —función que intercalaba con sus responsabilidades en la Stat Oper de Viena—, como resultado de una votación secreta entre los miembros de esa agrupación; allí permanecería hasta el 2002. Invitado a las más importantes orquestas del mundo, entre otras la Sinfónica de Chicago cuando la dirigía el distinguido músico húngaro Georg Solti, Claudio Abbado fue igualmente un promotor visionario y generoso, fundador y director musical de la Orquesta Juvenil de la Unión Europea en 1978, de la Juvenil Gustav Mahler en 1986, del Festival de Música Moderna de Viena (preámbulo de un circuito mucho más amplio e incluyente con respecto a otras manifestaciones artísticas), en donde dio a conocer la obra de autores contemporáneos como Karlheinz Stockhausen, Luigi Nono, Pierre Boulez o Krzysztof Penderecki.

Aunque desde el 2000 le fue diagnosticado un cáncer terminal de estómago que implicó la extirpación de una parte del aparato digestivo, Claudio Abbado dio en los casi quince años que aún sobrevivió muestras de una vitalidad y una entereza admirables, pues además de continuar con una actividad musical y discográfica apenas visiblemente disminuida en horas y esfuerzo de trabajo, se dio el placer de crear la Orquesta del Festival de Lucerna donde por ejemplo fortaleció su legado con respecto a la obra de músicos para él tan entrañables como el propio Mahler. Entre otros muchos actos en recuerdo de este gran músico y director de orquesta, el Réquiem de Hector Berlioz ofrecido por la Orquesta Sinfónica “Simón Bolívar” que él mismo dirigió en varias ocasiones (no menos invaluable fue su espaldarazo al tan floreciente sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela) y su ahijado musical Gustavo Dudamel al podio (fue su padrino artístico), en la misma Catedral de Notre Dame de París como escenario, resultó sumamente conmovedor por su significado de hermandad.