Como su autor, la obra tiene humor, ingenio e inteligencia

Humberto Guzmán

Es sabido que Juan José Arreola (1918-2001) fue un maestro del texto breve. Y La feria es una confirmación del dicho. Publicada por primera vez en 1963, podría ser ubicada en la definición de Varia invención, como el autor tituló a su primer libro de cuentos (1949), con lo que creó un nuevo espacio entre los géneros rígidamente reconocidos.

La feria no es un libro de cuentos cortos, aunque a veces lo parece; no es una novela, según la tradición que dice que debe ser el relato de una historia desarrollada linealmente hasta llegar a un final esperado o no. Pero no hay una sola manera de hacer una novela. De ahí la potencia y la actualidad de la novela como género y de La feria en particular.

Tuve oportunidad de conocer a Juan José Arreola, cuando fue invitado a dar un taller de creación literaria en el Politécnico —en Enfermería, en Santo Tomás—. (Y otro de Emilio Carballido, de dramaturgia. Estos dos talleres fueron para mí esenciales, a pesar de que el de Arreola duró poco.) Era todo un espectáculo. Cuando le interesaba alguno de los textos presentados lo leía como un actor, como lo que era. Afectaba la voz y se movía de un lado al otro frente a sus pupilos. No me atreví a acercarme a él después de clase. Al revés con Carballido: hubo alguna amistad.  En ese tiempo, a finales de los psicodélicos sesenta, leí por primera vez La feria.

Supe por Jorge Arturo Ojeda, que fue cercano del zapotlanense, que aunque no cursó más que la primaria, hizo estudios, en cambio, de teatro, francés, además de que citaba y declamaba a los grandes autores del siglo de oro español. Y al leer La feria, descubrí alguna influencia, por sugerida que fuera, de la literatura francesa, en especial de la “nueva novela”, que me parecía la vanguardia literaria-novelística de esos años. Mi argumento: no era una historia narrada lineal, progresivamente, y tampoco encontraba en ella personajes con una psicología o carácter definidos. La veía (y la veo) no como un libro de cuentos cortos sino como una novela compuesta por estos pedazos narrativos juntos, ordenados con cierta lógica azarosa.

La feria tiene las características que eran propias de Arreola: el humor, el ingenio, la inteligencia (como escritor) y la prosa certera. Además, conocía su lenguaje, los lenguajes de su tierra, Jalisco, Zapotlán el Grande, que nunca le gustó que se llamara Ciudad Guzmán.

Quiero citar una expresión de Arreola, que le escuché en su taller. Dijo, después de beber un traguito de una pequeña botella de bolsillo (y aclarar que era su medicina que le habían recetado), que no se podía ser violinista si antes de tener un violín en las manos ya se era violinista. Con lo que nos estaba advirtiendo acerca del fatalismo de ser escritor. Que no todos son poseedores de tal destino, por cierto, como cualquier otra disciplina.

La feria es aquel ordenamiento de relatos breves y asuntos varios que, juntos, hacen el relato de Zapotlán, en el recuerdo de Arreola, aunque el eje central parece ser, precisamente, una feria de este pueblo, con su acto más importante, la coronación de su santo patrono y el ataque al mismo a manos de vándalos ocultos bajo el disfraz (seguidores tal vez de una propaganda anticlerical de los gobiernos post-revolucionarios: no lo dice explícitamente Arreola en el libro y no lo necesita por supuesto) de la danza de los Viejitos. Se concluye que Arreola, en sus relatos, no explicaba, no denunciaba, sólo mostraba cinematográficamente. En este sentido, podría parecer también un documental. En la página 36, dice: “Con la prisa se me olvidan algunas cosas que oigo decir y que debo apuntar, aunque unas opiniones vayan en contra de otras”. La realidad no tiene un solo rostro sino muchos. Humor, satírico a veces, naturalista otras, ensayístico, narrador preciso, sobresale el relato de la muerte del “Lic.”, el prestamista del pueblo, o el de la muchacha bonita y suicida, que estaba embarazada, entre otros. Llega al final el boicot de la gran fiesta por aquella banda de maleantes que incendian el gran castillo de cohetes, éste explota y amenaza propagarse el fuego. La fiesta se arruina, el pueblo huye y solo quedan cenizas y brazas esparcidas, pero también borrachos tirados aquí y allá. No se ve que haya sido una tragedia, no se dice tal, más bien se ve como una burla de la fiesta pueblerina. En la contraportada se habla de “realismo mágico”, por fortuna no lo veo en ninguna de sus páginas, habla de “pueblo imaginado”, tampoco, es Zapotlán el Grande, hoy Ciudad Guzmán. El lenguaje sí es una de las cosas importantes de este pequeño pero bello libro de varia invención de Arreola.