Adolfo Suárez
Guillermo García Oropeza
Si bien como nacionalista que soy no soy precisamente hispanófilo, sí estoy convencido de que mi México seguramente comparte con cierta España una larga lucha. Y cuando hablo de este México mío, me refiero al más indígena, liberal e independentista, no al México criollo, beato y conservador que es el enemigo interno. Mi México sería el de Cuauhtémoc, “único héroe a la altura del arte”, que diría Ramoncito; el de Hidalgo, Morelos (y claro también el del español Mina), Juárez y los hombres de la Reforma, de las izquierdas revolucionarias hasta el fatídico momento en que Lázaro no pudo poner a Mújica en la Presidencia.
Por el lado peninsular, lo más claro es recordar “las dos Españas” que decía San Antonio Machado, alguna de las cuales le iba a “helar el corazón” al españolito que acababa de nacer. Por un lado, la España liberal que partir de los tiempos de Goya y de la Constitución de Cádiz lucha contra la España negra, inquisitorial y borbónica en una guerra muy paralela a la nuestra y que culminará en la proclamación de la segunda República allá en 1931, esa República “Niña bonita” que asesinarán Franco, los obispos y los fascistas de camisa azul.
Y pocos momentos de nuestra historia son más nobles que aquéllos en que nos solidarizamos con la República hasta el amargo final del exilio, del gran exilio español a un México todavía revolucionario. Alguna vez en un cine de barrio de París pude ver aquel filme conmovedor llamado Mourir a Madrid sobre la Guerra Civil y en un momento mágico, inolvidable (y por favor no me acusen de ser cursi) me sacudió ver la bandera nacional ondeando en la exaltada ceremonia en que La Pasionaria despedía y agradecía a las Brigadas Internacionales, incluyendo la nuestra, haber ido a España a luchar contra el fascismo en un momento que está a años luz de los negocios de Felipe Calderón con la España neofascista y rezandera del señor Rajoy.
Pero, bueno, no se trata hoy de hablar de los dos Méxicos y de las dos Españas, sino de un hombre que pensó, creyó y actuó para conciliarlas, para oponer el diálogo, la tolerancia, la inteligencia, la voluntad, y jugándose salud y vida logró el milagro, el milagro de la unión de los contrarios y de conjurar la maldición de las dos Españas y de dejar atrás el grito picassiano y desgarrador de Guernica o aquella pugna a garrotazos de dos españoles que pintara Goya, y en su lugar ofrecernos el espectáculo de una pacífica cola de ciudadanos que van a votar.
Y nada parecía preparar a Adolfo Suárez para su milagro. Este político abulense era después de todo un señorito, aunque de pueblo, de colegio católico y de iniciación política en el franquismo y miembro, ¡Dios mío¡, de la Falange de José Antonio, pero que al morir el Caudillo de España por la Gracia de Dios, aquel asesino de comunión diaria, descubrió, simplemente, que la democracia, defectuosa como es, era preferible a la Guerra Civil y que había que darle a los españolitos que nacían la abierta perspectiva de la vida.