Centenario de su nacimiento (1914-1984)

Mario Saavedra

Siendo Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984) uno de nuestros escritores fantásticos por excelencia, resulta particularmente provechoso reconocer y profundizar con él en los elementos de lo que Tzvetan Todorov considera otro más de los géneros literarios. Con propiedades muy particulares, en los más de sus relatos fantásticos —aquéllos no vinculados ya a lo extraño o lo maravilloso—, el escritor insiste en la “vacilación” experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural. En este sentido, existe siempre la posibilidad exterior y formal de una explicación simple de los fenómenos; pero, al mismo tiempo, llega a carecer ésta por completo de probabilidad interna, con lo cual se exacerban las dudas del lector ante dichos acontecimientos…

La incertidumbre ante los relatos fantásticos de Cortázar (sobre todo los que conforman ese ya clásico que es Bestiario)se acrecienta en el momento en que suponemos poder recurrir a una explicación natural de ciertos hechos sobrenaturales, los cuales, por supuesto, no llegan a ajustarse del todo a la lógica tradicional o preestablecida. Una exégesis pausada y “racional” de cada uno de ellos nos permite comprobar que efectivamente hay una ruptura progresiva en relación al terreno de lo posible, y aunque pasa ésta inadvertida al lector común y corriente, representa a la vez síntomas o recursos implícitos al género fantástico. Aquello que parece ser el resultado de una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real: “la metalepsis”, responde en verdad a un empleo magistral —tanto lingüístico como estructural— de los elementos constitutivos del relato fantástico. No resulta tan violento, ni mucho menos, como a simple vista se supone; hay toda una preparación por parte del escritor, quien es artífice de una sólida arquitectura literaria, donde el o los “dinteles” mayores están apoyados por otros de menor —sustanciales para el sostén del edificio— apreciación.

 

Mecanismos de la intriga

En la medida de que lo fantástico implica una integración del lector con el mundo del o de los personajes, por lo cual la aquí casi siempre recurrente primera persona establece una especie de tono confesivo, Cortázar teje fino en cuanto a la percepción ambigua que de los acontecimientos relatados llegamos a tener sus lectores. Con ello se confirma que la ‘vacilación’ viene a ser una de las primeras condiciones de lo fantástico, e incluso uno de sus temas. Lo fantástico aparece, por lo mismo, como un caso particular de la llamada “visión ambigua” del relato.

Si bien un estudio acucioso de los considerados relatos fantásticos de Cortázar diluyen en buena parte una primera y en este caso siempre necesaria e incondicional lectura —dicho inicial contacto da sentido a la literatura fantástica—, no menos apasionante resulta el intentar descodificar tanto sus mecanismos como sus procedimientos. Construidos con sumo detalle, con artificiosa facilidad, se nos va revelando una estructura perfecta en la que todos sus componentes, hasta los en apariencia menos substanciales, tienen un por qué de existir. Tomando en cuenta que la atmósfera es de vital importancia, se puede corroborar que el criterio definitivo de autenticidad se rige aquí no a partir de la estructura de la intriga, sino en el trazo de una impresión específica, mecanismo este último a través del cual el escritor termina por seducir —convencer— a sus lectores.

Más allá de los mecanismos de la intriga y de las propias intenciones de su autor, los relatos fantásticos de Cortázar surten verdadero efecto por la intensidad emotiva que los mismos provocan, experiencia sui generis apuntalada a su vez en la aparición de potencias, mundos y hechos insólitos. Y si dichas experiencias poco o nada ajustan en el transcurrir cotidiano, para por lo mismo no poder ser juzgadas a partir de la lógica más ortodoxa y tradicional, lo importante aquí es que responden a los códigos marcados por una coherencia integral del texto, que trazan a la vez su propia e ineludible verdad. Estamos entonces, como escribió Callois, ante una “impresión de extrañeza irreducible…”

El carácter magistral de los cuentos fantásticos de Cortázar, como bien se deduce de la experiencia que como “lectores embriagados” podemos tener de frente a sus siempre sorprendentes relatos de manufactura fantástica, está en el grado de persuasión o sugestión que los más de éstos producen en el lector, dominio tras el cual se llegan a esconder incluso las posibles intenciones deliberadas de su autor: las rupturas o metalepsis parecen darse más allá del escritor, incluso como si él mismo —¡he ahí la maestría del Cortázar cuentista!— no las percibiera. En este preciso caso, no llegamos a dudar de los acontecimientos mismos, sino más bien de que nuestra manera de acercarnos a ellos o de comprenderlos sea o no exacta, o incluso de nuestra propia capacidad de percepción y de atención.

 

Códigos de análisis

Situándose en muchos de estos cuentos como personaje, o si acaso como quien recibió noticia sobre lo acontecido (cartas, diarios, crónicas, etc.), el escritor empieza por hacernos partícipes de su propia experiencia. Nada parece ser resultado de su imaginación, de sus quiméricas fantasías; sólo comparte aquello que a él mismo impresiona, ante lo cual ha sido por lo menos actor indirecto. En este sentido, también se constatan las posibles posturas o voces que suele adoptar el narrador, los distintos niveles discursivos en los que se sitúa: primera, segunda o tercera personas, según sea el caso. Cortázar muestra ser así un maestro en el empleo de figuras de la retórica literaria como la “diégesis” y la “metadiégesis”, conforme sus niveles de construcción narrativa suelen en este género igualmente casar —ajustar, embonar— con cuanto el humano lector desea y/o teme, ambiciona y/o aborrece.

Otro tanto sucede con los diferentes códigos de análisis (proaierético, referencial, de connotaciones, simbólico o hermenéutico), de los cuales sólo uno de ellos: el simbólico, me parece un tanto arriesgado o peligroso, en virtud de las propiedades del propio relato fantástico. Este último, y aunque nos permitamos valoraciones más o menos “lógicas”, lo cierto es que estas “pretensiones prácticas” sólo alteran y lesionan esa experiencia fantástica que Todorov reconoce como apasionante e inequívoca. Entonces comprendemos que aquello que llamamos “verosímil” sólo responde aquí a ciertas convenciones culturales del género, por demás siempre elásticas, y el someterlas a una revisión racional de símbolos —participación absoluta de la razón—, tampoco nos distancia de esa unidad del relato fantástico como un todo único e indivisible.