BELLAS ARTES

 

Ganadora indiscutible en los Arieles

 

Mario Saavedra

Ganadora indiscutible en la pasada entrega de los Arieles, La jaula de oro (México, 2013), del hispano-mexicano Diego Quemada-Díez, nos confirma una línea de narración a la que nuestra cinematografía ha sido particularmente proclive, porque el realismo documental ha estado presente en el quehacer fílmico mexicano casi desde sus orígenes. La propia Santa de 1931, de Antonio Moreno, a partir de la novela homónima de Federico Gamboa, se mueve a caballo, ya con singular solvencia, entre la ficción y el documental, como de igual manera sucede, por ejemplo, con ese otro gran clásico de nuestra cinematografía que es Los olvidados de Luis Buñuel de 1950.

 

Suficientes méritos artísticos

La jaula de oro toma entonces lo mejor de una tradición en la que hemos contado con notables realizadores y guionistas, en la cual connotados personajes de nuestras letras como Mauricio Magdaleno o Juan Rulfo, por sólo mencionar dos casos extraordinarios, encontraron otra generosa vía paralela de expresión.

Con algunos de los mejores atributos de varias de estas cintas que conforman un capítulo de honor en nuestra no siempre de altos vuelos cinematografía (un ya clásico del llamado Nuevo Cine Mexicano, Amores perros, de Alejandro González Iñárritu, es otro claro ejemplo de esta bondad para saber contar entre dos aguas), esta película del novel Diego Quemada-Díez resulta ser una de esas historias que verdaderamente le tocan a uno corazón, porque están contadas con talento y con honestidad, con un sincero compromiso moral y en franca complicidad para con la anécdota —entiéndase aquí problemática— referida y sus dolientes personajes en vilo.

Más que una enseñanza, porque el arte no tiene el compromiso dominante de instruir, La jaula de oro sí posee en cambio los méritos artísticos suficientes para haberse hecho presente en certámenes de tanta tradición como el Festival de Cannes, entre otras razones porque aborda una cruenta realidad nacional y regional (de México y de toda Centro América, tras un sueño americano que pareciera todo el tiempo desvanecerse) sin mentiras ni eufemismos, pero eso sí con una alta dosis de aliento poético que le confiere el talento y la mano diestra de su hacedor.

Con nueve premios, de las catorce categorías a las que fue nominada en los Arieles, esta película posee el atributo adicional de contar con inexpertos protagonistas que, sin ser actores profesionales, encontraron en su estimulante director al maestro y guía idóneo para extraer sus innatos recursos histriónicos. Parecieran, por momentos, parte del documental, pero con esa fuerza y ese encanto que sabemos abrevan de una puesta en escena que de todos modos sabemos coincide más con la recreación artística, afín a aquel popular dicho de los italianos cuando se refieren a un convincente discurso ficcional: “se non è vero, è ben trovato”, lo que en español mundano quiere decir, literalmente: “si no es verdad, está bien contado”.

Realidad que lastima

Parafraseando al Mario Vargas Llosa de La verdad de las mentiras, ensayo medular para referirse a la naturaleza del arte, en particular del arte literario, qué duda cabe que en el caso del joven Diego Quemada-Díez se constata porque es precisamente a través de su sensible tratamiento de los hechos aquí retratados —una realidad que nos lastima, y por lo mismo debiera indignarnos— que nos detenemos a recapacitar con mayor juicio en la realidad de tantos indocumentados maltrechos en su odisea tras el american dream, con todo lo que ello implique de vejaciones y sufrimientos, de atroz barbarie.

A través de una sensible historia de amor y de amistad que protagonizan dos adolescentes guatemaltecos inmigrantes (la casi niña, disfrazada de hombre para no ser violada y asegurar así su supervivencia), además de un joven tzotzil que se les une en la travesía, La jaula de oro recrea el éxodo obligado de tantos centroamericanos que en México son presa de toda clase de violaciones de los derechos humanos más elementales. Carne de cañón del crimen organizado y objeto de racismo, de una discriminación que ya los nuestros llegan a vivir del otro lado e hipócritamente, el hermoso nombre de la cinta hace alusión nada más y nada menos a esa figura retórica con la que las mismas víctimas de tan retrógrado atropello llaman a un sueño que se trueca en cárcel, porque es desolación producto de una esperanza que se ha hecho añicos tras su conquista.

Cruda y bella

Estos jóvenes sin futuro, toman la única alternativa a la mano: “treparse” al tren, a La Bestia, aferrados a un clan, a una especie de cofradía identificada por los sentimientos de frustración y de coraje para buscar una única posible luz en el camino (en su propio hogar no encuentran oportunidad, no tienen expectativas), aferrándose al monstruo andante casi por instinto de supervivencia…

En el viaje, se enfrentarán a toda clase de peligros, a superar sus miedos e injusticias, y en ese desolador mundo, el amor y la solidaridad se impondrán casi como única posible tabla de salvación, simple y sencillamente porque todo lo demás es pobreza y miseria humana, desesperanza.

En medio de tanta aridez, Diego Quemada-Díez ha sabido además sacarle provecho a la belleza de las locaciones, pues cómo atravesar México —a la intemperie y en tren— sin capturar paisajes memorables, siempre hermosos.

Cruda y bella a la vez, La jaula de oro nos ofrece un equilibrio perfecto, pues apunta al mismo tiempo al drama, a la postal paisajista, al documental que enseña y demuestra sin cortapisas una realidad tan delirante como despiadada, al desplante poético de quien todavía apuesta a que tras el amor sincero podríamos acaso salvar a una humanidad que sin freno se precipita al desfiladero.

Por supuesto que termina uno apachurrado tras el calvario que sufren sus personajes olvidados de la mano de Dios (¡cómo venerarlo, cuando se muestra tan indiferente!), quedándonos al final con emociones encontradas que calan hondo e invitan a una profunda reflexión sobre lo que pasa no del otro lado del mundo, sino acá, frente a nosotros, y a veces tan cerca que ya nos hemos hecho apáticos y hasta insensibles…