Republicana/I-II

Guillermo García Oropeza

Si estuviéramos en tiempos coloniales (si Hidalgo no hubiera nacido) iniciaría este artículo reverenciando a don Felipe VI Nuestro Señor, que Dios guarde, pero como sí hubo 1810, expreso mi solidaridad subversiva y mexicana con la Tercera República Española.

Y, vamos, no es que me caiga mal el tal Felipillo, que parece más bien ser un chico majo y le admiro que haya tenido la audacia de casarse con doña Letizia (o Trepizia, como la llaman las mujeres siempre envidiosas), la cual, por cierto, fue mi colega hace años en el periódico Siglo XXI de Guadalajara.

Don Felipe, en estos momentos todavía Príncipe de Asturias [12 jun], será seguramente impuesto por la maquinaria de los dueños de España y contará con el apoyo de una Europa cada vez más derechista. Pero para muchos españoles este momento no es el de la coronación de otro rey Borbón (o si somos precisos, Bourbon, ya que la familia es francesa y la impuso en España no la voluntad del pueblo sino la de Luis XIV, el Rey Sol, allá por 1700. Borbones que gobernaron bastante mal España si recordamos al pobre cocu complaisant que fue Carlos IV, o sea compa, el del Caballito, el abominable Fernando VII, la frivolona Isabel II de amplia carnadura y casada con aquel célebre maricón de la Corte a quien ella misma llamaba la Paquita.

Así, la legitimidad de Alfonso XII está en veremos como la de don Alfonso XIII, hijo postumísimo y a quienes los mexicanos de su tiempo llamaban Hijo de Ramón Corona, el ilustre militar y político jalisciense y embajador en la Villa y Corte, vaya usté a saber y sólo baste recordar lo que decían los latinos: Mater semper certa, pater semper incertus.

Todo lo cual sirve para señalar uno de los defectos estructurales, dirían los tecnócratas, de la monarquía: la imposibilidad de probar esa legitimidad biológica de la sucesión, de lo cierto y confiable de la sangre real. Pero aceptando que los últimos reyes y reinas españoles se hayan portado bien, queda como monumento la gran objeción: la actual monarquía española fue un arreglo, por llamarlo de alguna manera, entre el franquismo debilitado y los dueños de España así como de los partidos temerosos ante otra solución totalitaria, pero que no borra el gran crimen que fue el asesinato de la legítima Segunda República Española a manos de los fascistas, los monárquicos y el gran capital con el fervoroso apoyo de la Iglesia, con la plena aprobación pontificia.

Práctica como es la llamada transición, el Pacto de la Moncloa sólo a medias remedia moralmente el sacrificio de la Niña Bonita, la República de 1931 y su promesa incumplida, su esperanza. En todo caso la transición fue el menor de los males y sus protagonistas, como Suárez, Carrillo o los líderes del PSOE (todavía socialista) así como de realistas como Fraga e Iribarne, abrieron puertas y ventanas pero no pudieron borrar la memoria histórica del crimen, del santo crimen y continúa sin dinamitar esa abominación que se construyó en el Valle de los Caídos…