Carta a un amigo brasileño/I-II

Guillermo García Oropeza

Querido Henrique: Perdón por tardarme tanto en escribirte, pero confieso ser culpable de lo que los cultos llamarían procrastinación, el dejar para mañana lo que se debe hacer hoy. Pero los últimos acontecimientos de ese fenómeno profundo por simbólico que es el futbol, me obligan a mandarte mi solidaridad.

Recordando que de futbol no sé nada, porque mi familia es del norte de México donde la pelota no es un balón sino una bola pequeña, blanca y dura, he descubierto que el futbol es algo mucho más importante que un simple deporte, pero que en México es una calamidad organizada por el gran dinero, y pese a nuestra pasión nacional nunca hemos logrado acercarnos a la mágica Copa.

Hemos sido sede de ese carnaval de la FIFA que enajena al mundo cada cuatro años, y recuerdo que una vez que fuimos sede, una vez que nuestra Selección quedó fuera de combate, todos, sobre todo en la ciudad en que vivo, Guadalajara, nos nacionalizamos brasileiros y reconocimos la majestad del rey Pelé y gozamos hasta el delirio el triunfo de la verde amarela.

Pero las masas —decía Mussolini que eran femeninas— son inconstantes en sus lealtades y ahora no sufrimos con ustedes la derrota ante la máquina prusiana, aunque no nos burlamos como los majaderos argentinos, que nunca han sido santos de nuestra devoción aunque yo siga amando los tangos viejos, a Borges y a Sabato.

Pero lo que quería decirte, Henrique, es que cada vez me intereso más por ese Brasil que tan mal conozco y en el que tú fuiste mi guía inicial cuando conocí no sólo las obvias bellezas de Río con su infinita Avenida Atlántica, playa de tentaciones sino que me aventuré hasta la bella ciudad del Tiradentes y aquella Congonhas con las esculturas del Aleijadinho en delirante barroco tropical, en ese Brasil íntimo tan distinto de Ipanema o del increíble Sao Paulo que es como una gigantesca maquinaria de la cual guardo curiosamente sólo dos recuerdos: el de un museo moderno y trasparente y el de un impresionante mercado de abastos lleno de los frutos más variados de tu rica tierra, un sitio fuera del turismo ordinario que sólo compite en mi memoria con la lejanísima imagen de Les Halles, el vientre de París que tuve la suerte de conocer todavía vibrante.

Sao Paulo pletórico contrastando con una Brasilia recién estrenada, triunfo de la esbelta y genial arquitectura de Niemeyer, de Lucio Costa y tantos más y que mucho nos enseñaron a mi generación de aspirantes a arquitectos en aquellos felices años en que también México parecía ser una potencia emergente en la arquitectura, como lo había sido en la pintura y las letras.

Pero, querido Henrique, me faltaron dólares y días para conocer tu Brasil infinito y me debo a mí mismo ir a Bahía de todos os Santos donde el guía obligado es el amado Jorge Amado, el que cuenta los amores de Gabriela, Clavo y Canela o de la linda mulatita Doña Flor, la que tenía dos maridos, uno vivo y aburrido y otro muerto pero pícaro, que volvía al lecho conyugal para hacerla feliz. Continúo.