BELLAS ARTES
Del cineasta Wes Anderson
A la memoria de
Constanza,
luz fulgurante
en medio de este mundo
a medio oscuras.
Mario Saavedra
Wes Anderson aparece como uno de los más finos estetas del llamado nuevo cine independiente norteamericano, con una estética muy personal y también definida, al margen de modas o estereotipos, y si bien su quehacer no es para todos los gustos ni mucho menos comercial, está en cambio signado por una libertad creativa manifiesta en un estilo que perfectamente puede inscribirse en lo que suele denominarse como cine de autor. Desde su bastante bien recibido por la crítica filme Rushmore de 1998, ha ido haciéndose de un público devoto y a la vez convirtiéndose en una especie de cineasta de culto, entusiasmo que de igual modo se ha constatado con la buena recepción de su más reciente y preciosista largometraje El gran hotel Budapest (The grand Budapest hotel, Estados Unidos, 2014).
A contracorriente de buena parte del quehacer fílmico norteamericano de nueva ola que domina las pantallas, Wes Anderson vuelve a apostar por la construcción de un espacio ficcional pletórico de formas y de símbolos, de homenajes y citas múltiples —las escuelas expresionista e impresionista, por ejemplo, aquí se hermanan y coinciden— que enriquecen un microcosmos donde lo menos que le interesa es reproducir un mundo coherente o realista. Importan más aquí las referencias y los interlineados, dentro de un ampuloso discurso visual que bien sirve como instrumento fantástico de exploración de ese propio pequeño gran universo que ansía por encima de todo ser descubierto y conquistado por un espectador activo e inteligente, conforme es a la vez un culto a la memoria y el recuerdo, un nostálgico volver la mirada al pasado para constatar que el hoy no se puede explicar —para bien o para mal— sin el pasado.
Así como Anderson recurre a la técnica del flashback para secuenciar recursos artísticos y técnicos de diversas épocas y formatos de imagen, en principio a partir de una especie de síntesis reinterpretada del complejo universo literario del genial biógrafo y narrador austriaco-judío Stefan Zweig (decidió por mano propia, en 1942, dar fin a sus días en Petrópolis, en su exilio forzado en Brasil), El gran hotel Budapest sirve también a modo de pretexto para hacer énfasis en temas y preocupaciones de un mundo alienado que incita la atención crítica de este atípico realizador texano. La anécdota, inscrita en la más pura y disonante secuencia de disparates, de una acción al más puro estilo vertiginoso de la aventura cervantina, el director echa de igual modo mano de un humor desenfadado pero elocuente, porque el mismo transcurrir absurdo de sus casi caricaturescos personajes los incita a reírse de sus propias desgracias. Pero tras esa presentación sarcástica se avizora un mundo real –el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto son su más visible trasfondo, como en la obra de Zweig– plagado de contrastes y de miserias, de sinsabores y vicisitudes, de excesos y atropellos.
Gran divertimento
El gran hotel Budapest resulta ser entonces un gran divertimento, muestra más que fehaciente de un cine de autor que en el caso específico de Wes Anderson se apuntala en una estética densa pero seductora, en una historia cargada pero elocuente, en un reparto nutrido de actores de primer orden. En un tono coral, por la multiplicidad de voces que coinciden en un discurso consonante, cada uno con su propia historia a cuestas, la voz cantante la llevan aquí el experimentado Ralph Fiennes y el debutante Tony Revolori, especie de caballero y de escudero que enfrentan un mundo cargado de toda clase de tribulaciones e inequidades.
Con un nutrido reparto de primeras figuras internacionales a las que no les importa tener una parte más o menos protagónica, se percibe que todos se sumaron con entusiasmo a un proyecto que los convenció y contagió, entre ellos, F. Murray Abraham, Adrien Brody, William Defoe, Bill Murray, Tilda Swinton, Jude Lowe, Edward Norton, Harvey Keitel, Tom Wilkinson, Owen Wilson y la joven Saoirse Ronan con todo y su mapa de México en la cara. Y cada uno de ellos está en papel, en su personaje mandado a hacer a la medida, dentro de una esmerada realización con la manufactura de un cineasta que se caracteriza precisamente por puestas en escena intachables, por su extraordinario manejo de actores. Lo que importa entonces es el todo, por encima de carteles y credenciales.
Estupenda producción
Y si el discurso plástico se torna aquí neurálgico, elementos como la espléndida fotografía de Robert Yeoman y el montaje impecable de Barney Pilling hacen la diferencia, claro, cuando hablamos de cine de arte como el que ahora nos ocupa. La partitura de Alexandre Desplat, en concordancia con el enorme gozo estético producido por la suma de hermosos cuadros que hacen de esta películauna deliciosa vivencia visual, para nada desmerece y se asocia a la perfección con lo que tenemos ante nuestros ojos.
Una estupenda producción, por donde se le vea, Wes Anderson nos constata con El gran hotel Budapest que el llamado cine de autor todavía tiene cabida en una industria más interesada en la parafernalia y la conquista de un ambicioso mercado que apuesta más bien por el guiño fácil y la suma de récords que son sólo cifras para el olvido. El lenguaje cinematográfico es esencialmente imagen, por encima de todos los demás rubros artísticos y técnicos que puedan abonar en la consecución de un producto fílmico de altura, y Wes Anderson nos confirma con su gozoso El gran hotel Budapest que aun en defensa de esta idea siempre será de suma trascendencia la hechura de un buen guión —aquí, obra del mismo realizador— que se impone siempre como germen y guía indispensables. Cine para disfrutarse, sin miramientos.

