Cuando la peor expresión en mi niñez era “joto”

Guillermo García Oropeza

Qué curioso… en mis tiempos de niño católico y bien educado, la palabra de cuatro letras que hoy hemos lanzado a los estadios del mundo entero era la más prohibida de las palabras prohibidas, cuando a lo que más nos atrevíamos a decir era “menso” o el agresivo “baboso”, y de lo sexual, que ignorábamos todo, la peor palabra era “joto” también de cuatro letras pero mucho más suave.

La palabra de cuatro letras nos asaltaba, sin embargo, en letreros pelados en los muros y curiosamente acompañado de un culpable “yo”. Luego vino la adolescencia, el sexo y la liberación verbal que hoy es universal. Y aunque la palabra de cuatro letras continuó su vida arrabalera y se usaba con propiedad o sin ella a cierto nivel lingüístico fue desplazada por la voz gringa gay, curiosamente de origen bien romance.

La palabreja de cuatro letras es bien castiza y me imagino que en el desinhibido siglo de oro se usaba sin remilgos. Y así vemos a Quevedo, maledicente maravilloso, ponerle las banderillas a Góngora llamándolo “Ruiseñor de los putos” ¡olé! y los seres de cuatro letras abundaban seguramente en los círculos poéticos del exquisito cordobés.

Pero curiosamente en el mundo rudo de los conquistadores ser cuatro letras era vituperable y pecado mortalísimo, y así nos encontramos la palabreja en contexto que nos duele y que nos interesa aplicada a los indios a quienes los españoles acusan de prácticas, algunas exóticas, contra natura, y Gómara los llama “grandísimos putos”, lo que era, evidentemente, un malentendido cultural.

Pero tras la Conquista se implanta un machismo español reforzado con la rabiosa y peligrosa intolerancia cristiana a esa homosexualidad que en México se veía con naturalidad en el feliz mundo prehispánico, nuestro paraíso perdido. Y que sobrevive en ciertas etnias, en Oaxaca, por ejemplo. Algo que está firmemente situado en los usos y costumbres y no es como lo de hoy una tolerancia impuesta desde Occidente donde alguien, no sabemos quién, así lo decidió.

Volviendo a la sociología de mi niñez, recuerdo que si bien vivíamos “las gentes decentes” alejados del “mal nefando” aunque sin mucho escándalo, el “pueblo” era muy tolerante y una figura importante de la comunidad era el tortillero que era, evidentemente, jotito, lo cual no impedía que mandara con lenguaje colorido a sus tortilleras y que me regalara una bolita de masa para que en casa me hicieran un animalito que se comía con sal y que sabía a gloria abierta.

Se habla de la violencia homofóbica en nuestro país pero esto no concuerda con mi imagen mucho más humana y tolerante de mi suave patria. En todo caso esa violencia era menor que la que se daba en la España tan viril, aquella que asesinó a su mejor poeta, Federico, por puto. En cuanto que se nos quite lo intolerante verbal recordaré que por quinientos años se nos enseñó, Iglesia incluida, a ser como somos. Que nos den otros quinientos años para que se nos quite.