Destino fatal
Humberto Guzmán
Fue en 1998 cuando escribí una crónica con el título: “México jugó como nunca y perdió como siempre” (El Día); hace cuatro mundiales de futbol. Fue original, aunque pudo haber aparecido la misma línea en otra parte.
Inevitable es recordar, de nueva cuenta, que en Edipo Rey, de Sófocles, todo intento por evadir los designios del oráculo son en vano. Es más, todo movimiento en contra se convierte en la mejor manera de que tales designios se cumplan. Este es un tema que, como debe ser, me ha perseguido toda mi vida. Por eso lo conozco; por eso aparece como centro de mi nueva novela que aquí he citado antes.
Independientemente del éxito individual de algunos mexicanos (Paz, Vasconcelos, Guzmán), me atrevo a decir que existe un destino fatal para este país y sus naturales. Pero tales designios no tienen nada qué ver, desde mi perspectiva, con la Conquista, que es lo primero que se les ocurre, según lo aprendido en los planes de estudio oficiales. Al contrario, la fatalidad la identifico con la Independencia y con la Revolución: cuando surgió un adoctrinamiento del fracaso.
Desde hace doscientos años, desde los diferentes gobiernos, se ha escogido, oficial, históricamente, la condición de víctima, de huérfano, de hijo de la “chingada” —calificativo falso que le endilgan a la princesa Malintzin o doña Marina, mujer de gran personalidad y valor—. Una condición mental impuesta de orfandad, de inseguridad y en la que se espera el fracaso, porque los otros son mejores o unos monstruos del mal.
No es la condición del emprendedor individualista, del luchador, del ganador a toda costa (como la del futbolista holandés Arjen Robben, en el pasado Mundial de Futbol, al tirarse de “clavado”, con la complicidad del árbitro portugués Pedro Proenca, en contra de la ingenuidad —tal vez negligencia deportiva— de la Selección Mexicana, que, según sus reacciones, creían que las cosas eran legales. Y no fue así.
De ahí que en mi nueva novela el mundo ya no sea de los conquistadores ni de los talentos e inteligentes, ni siquiera de los más fuertes y preparados, sino de los oportunistas y corruptos. (O los que saben hacer “cuates”, esto es una “cuaticracia”, según El complot mongol, de Rafael Bernal.) Es la ley de la selva, la ley de la pistola más rápida del Oeste. Pero no es noticia. La historia lo cuenta.
Se podría citar nuestra experiencia por millonésima vez con el país vecino del norte. Éste supo aprovecharse de la desorganización, falta de proyecto y de esta fatalidad nacional (no merecemos nada) para apoderarse de nuestro territorio y, de paso, de nuestra historia. No estoy en contra de esa nación en muchos aspectos, al contrario, ni tampoco creo que sea posible culparla de todas nuestras desgracias y limitaciones (así no tendríamos ninguna responsabilidad por nuestros fracasos), me refiero a la historia compartida y para la que muchos mexicanos (algunos de ¡nuestros héroes!) han colaborado en aras de un republicanismo y del liberalismo sin cortapisas. Aquella nación se aventó un “clavado” histórico en la piscina de la debilidad que México, al imitarla, construyó para sí mismo.
“Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo”, dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Líneas antes Paz explica: “En ese país (Estados Unidos) el hombre no se siente arrancado del centro de la creación ni suspendido entre fuerzas enemigas. El mundo ha sido construido por él y está hecho a su imagen: es su espejo”.
En cambio, los mexicanos se sienten “arrancados del centro de la creación”. Buscan a quien culpar y siempre se equivocan. En el Mundial pasado, hubo un buen pretexto: la farsa del holandés y del árbitro. Nos volvieron a despojar, ¡nos volvieron a saquear!, como gritó el presidente López Portillo en uno de sus informes: “¡Ya nos saquearon, no nos volverán a saquear!”.
“No fue penal”, pero así lo marcó el árbitro. Ocurre a diario, en un ámbito o en el otro, en la frustración individual o colectiva, en la literatura y… en el futbol.
Pero, antes, somos nosotros mismos los que nos derrotamos, siguiendo la “instrucción” de la autoderrota, que viene de la demagogia política de los últimos doscientos años. Una filosofía del fracaso. Y no obstante, México jugó como para quedar entre los cuatro mejores del mundo.