Los niños de Gaza/I-II
Guillermo García Oropeza
Este artículo me resulta muy difícil de escribir y es que me despierta profundos sentimientos encontrados respecto a mi posición frente al mundo judío provocado por las imágenes y noticias de la masacre de palestinos en Gaza.
Paso a explicarme. No sólo nunca he sido antisemita sino que por muchos motivos simpatizo y me identifico con historia, libros y sobre todo con personas judías que han sido muy queridas y admiradas tanto en México como en Estados Unidos, donde estudié hace años y a donde he regresado tantas veces. Tampoco soy antiyanqui, al menos con respecto a gentes y cultura, aunque creo en la maldad intrínseca del imperio americano, cada vez más siniestro y amenazador; no soy tampoco comunista sino un simple liberal y nacionalista mexicano muy alarmado por este mundo que cada vez me gusta menos.
Pero volviendo a mis simpatías judías, quizás éstas hayan nacido de mi contacto, en Guadalajara, con los Tecos una organización financiera y política… y mafia propiedad de una riquísima familia tapatía que era también dueña de una universidad, la Autónoma de Guadalajara, institución de extrema derecha muy afiliada al franquismo entonces en boga y que en su “pensamiento” era rabiosamente antisemita y nostálgica del derrotado sueño hitleriano, aparte de ser católica fundamentalista admiradora, por ejemplo, de monseñor Lefebre y enemiga de ese complot sospechoso que fue el Concilio Vaticano. Una chulada pues, diríamos jaliscienses y colimotes.
Así es que mi contacto con los Tecos me vacunó contra el antisemitismo tradicional de la derecha mexicana, esos Tecos que por cierto investigó valientemente Manuel Buendía, ese periodista víctima de… o de… o de los Tecos. Sepa Dios.
Luego tuve la suerte de conocer judíos americanos o locales y entablar amistades que duran hasta hoy y uno de esos amigos me brindó una de las experiencias religiosas más conmovedoras en mi herética existencia.
Me refiero a una invitación para asistir en la sinagoga a un Yom Kipur donde descubrí un Dios de portentosa unicidad y que era infinito e invisible o al menos muy por encima de toda representación visual, muy diverso del Dios, vírgenes y santos católicos con sus iconos, pinturas, esculturas y estampitas, ese retablo barroco frente al que crecí. Quizás el Yom Kipur me llevó a leer a fondo el Viejo Testamento, ese libro a veces poético, a veces grandioso, a veces tan adulto y fuerte y tan lejano de la delicadeza de los libros piadosos.
Y de la Torah pasé a testimonios humanos de la cuestión judía, a la lectura de Bashevis Singer, a Ladrones en la noche de Arthur Koestler, tan útil para entender el nacimiento de Israel y, sobre todo, a la conmovedora lectura de El último de los justos, la novela de André Schwartz-Bart que ganó el premio Goncourt y el de Jerusalén, y que narra la historia de una familia judía a través de los siglos y las persecuciones, y donde el dolor judío hace llorar al mismo Dios. Y el Holocausto y las películas como Amén de Costa Gavras y etcétera. Volveré.