BELLAS ARTES
Del talentoso y experimentado realizador inglés Stephen Frears
Mario Saavedra
Obra de un talentoso y experimentado realizador inglés, Stephen Frears vuelve con su más reciente largometraje Philomena (Reino Unido, 2013) a su connatural plano de quehacer controvertido no sólo por lo que implica en sí mismo el espinoso tema aquí abordado, sino también por la naturaleza iconoclasta de un cineasta acostumbrado a romper tabúes y confrontar así grupos y posturas conservadoramente radicales.Con antecedentes notables como Mi hermosa lavandería, o las multipremiadas Relaciones peligrosas (lectura impecable del homónimo clásico de la literatura francesa de Choderlos de Laclos), ambos títulos de la década de los ochenta, lo cierto es que el también director de Café irlandés recupera con esta nueva cinta un saludable espíritu corrosivo que más bien se había ido desdibujando en su irregular filmografía ulterior.
Decidido a generar nuevamente polémica con su a la vez personal y altisonante punto de vista de la sociedad británica contemporánea, sirviéndose para ello de un ácido libreto escrito por el aquí también coprotagonista Steve Coogan y Jeff Pope, a partir de la novela El niño perdido de Philomena Lee de Martin Sixsmith, Frears consigue un largometraje además cargado de honestidad y de lirismo. Ahora en torno a los lastres de la educación religiosa de mediados del siglo XX, por el asunto escabroso que aborda y la manera espinosa de hacerlo nos recuerda a esa otra también estrujante y bella cinta inglesa Las hermanas de la Magdalena de Peter Mullan con la que por muchas razones se hermana, entre otras, porque ambas ponen en el ojo del huracán los extremos abusos cometidos en contra de jovencitas embarazadas en internados católicos en Irlanda.
Philomena encarna a la víctima casi puberta privada de su maternidad desde el instante mismo de dar a luz, por una siempre cuestionable doble moral pacata que antepone los prejuicios a la generosidad que pregona, sus propios intereses a la vida misma. Un bello y conmovedor canto a ese vínculo único e indisoluble que encarna la tierra y nos vuelve al principio, ella buscará con vehemencia, por cerca cinco décadas, a ese hijo que le fuera arrebatado desde el lecho, y como el destino suele ensañarse con los más buenos y nobles, sólo encontrará consuelo frente a la tumba de quien también había sentido ese llamado profundo de ir tras la búsqueda de su origen.
En este contexto nos conmueve de igual modo, como otro de los signos distintivos de esta hermosa y conmnoverdora cinta, el extraordinario mano a mano que lleva a cabo la pareja protagonista: Judi Dench y Steve Cogan, ella en el trabajo supremo de una primera actriz que aquí estruja por la diversidad de matices y tonos interpretativos que imprime a su complejo personaje, y él porque no se achica ante tamaña personalidad y consigue dialogar al unísono. Ella, que por este portento de actuación profunda y delicada a la vez mereció estar en la terna a Mejor Actriz en la pasada entrega de los Oscares —para muchos, la ganadora absoluta en esa categoría—, consigue un trabajo pletórico de recursos y de tonalidades, dando vida a una mujer que incluso por sus poros transmina la carga categórica de una soledad absoluta, conforme extrapola sensaciones tan fuertes que incluso a nosotros espectadores nos duelen.
Su partener, Steve Coogan, interpreta a un periodista que si bien la acompañará en su aventura tras las huellas de su hijo arrebatado por quienes la aleccionaban en materia de moral, resulta ser al principio todo lo contrario: un prepotente, hipócrita y pretencioso reportero movido sólo por el interés económico y la vanidad. Como en esa otra no menos bella cinta alemana La vida de los otros donde el coprotagonista corrobora una transición radical tras compenetrarse con el dolor y el compromiso de sus antagónicos por él espiados en la Berlín comunista, este periodista se sentirá llamado a cambiar y solidaridarse con el sufrimiento de la única persona que ha logrado tocar su corazón y hacerlo recapacitar en que la vida sin un compromiso moral se vuelve liviana e insoportable, parafeaseando a Milan Kundera.
Para quienes habíamos elogiado y gozado de la primera filmografía de Stephen Frears, esta su más reciente Philomena nos demuestra que se ha recuperado a sí mismo, alejado ya de la parafernalia de una industria millonaria que, como el canto de las sirenas, lo había embelesado y hecho perder el rumbo. Obra de un experimentado cineasta que ha vuelto por sus fueros, se trata de una puesta a la vez armoniosa y tensa sobre la reconciliación del ser humano con sus más ocultos dolores y resentimientos, que nos vuelve a lo más hondo de nosotros mismos, como se anuncia desde el epígrafe inicial utilizado del cardinal poeta anglosajón T.S. Eliot, de sus Cuatro cuartetos: “No cesaremos de explorar, y el final de toda nuestra búsqueda será llegar a donde empezamos, y conocer el lugar por primera vez”.

