Joaquín Pérez Sánchez

En penumbra sigue su curso el proyecto de Acuerdo Trasatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés), que no es otra cosa que una Acuerdo de Libre Comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos. Su viabilidad cada vez es más cuestionada.
Aunque se marca el origen de este proyecto en el siglo pasado (1990), cuando suscribieron la Declaración Trasatlántica el mandatario estadounidense George Bush, por el lado norteamericano y por el lado europeo, el Primer Ministro italiano, Giulio Andreotti,  que encabezaba entonces el Consejo Europeo y Jacques  Delors, presidente de la Comisión Europea.
Desde entonces, han ocurrido otros eventos que han formalizado las negociaciones, pero fue hasta el 13 de febrero de 2013, cuando el presidente estadounidense Barack Obama y el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, así como José Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea, anuncian el inicio formal de las negociaciones.
Poco ha trascendido a la opinión pública sobre el contenido real de ese proyecto, en cambio se ha difundido a los cuatro vientos, sus presuntas bondades, tales como la eliminación de barreras comerciales, la simplificación en la compra venta de bienes y servicios que redundarán supuestamente en la creación de empleos y disminución de precios. Incluso, en las páginas oficiales se habla de cifras enormes como por ejemplo, que la economía europea podría beneficiarse con 119 mil millones de euros al año, en tanto la estadounidense con 95 mil millones de dólares.
Bien dicen que el papel, aunque sea digital, aguanta lo que sea. En los hechos, las negociaciones han sido poco transparentes y ni siquiera los miembros del  Parlamento Europeo pueden acceder a los borradores. De acuerdo a la experiencia de otros tratados que se han suscrito en parecidas condiciones, los beneficiarios seguirán siendo las grandes corporaciones multinacionales.
A pesar de la opacidad con que se lleva a cabo la negociación, han trascendido las discrepancias de algunos gobiernos como el alemán o el francés, en temas específicos y eminentemente políticos como las disputas legales entre las empresas y los Estados, que, supuestamente, serían  remitidas al arbitraje internacional. Los gobiernos europeos saben cómo operan esos tribunales y es evidente que se oponen a perder por completo soberanía.
Otros puntos en los que existen diferencias, según ha trascendido, es en tema salarios, privatización de servicios, derechos laborales y estandarización de normas técnicas e industriales.
Todos temas candentes, algunos de los cuales seguramente provocaran inestabilidad económica, social y política y a Europa, en este momento, no parece ser el escenario más indicado. El año próximo no parece ser suficiente para culminar este tratado, incluso podría quedarse sólo en papel borrador.