BELLAS ARTES

En recuerdo de Luis Nishizawa (1918- 2014)

Mario Saavedra

La obra plástica de Luis Nishizawa constituye un buen ejemplo de los atributos del sincretismo cultural, con un estilo muy personal y definido de la figuración; el artista se mueve con solvencia y maestría de un decantado y manifiesto realismo hacia un expresionismo con una nutrida carga de influencias orientales, de ida y regreso, evidenciando sus profundas raíces tanto mexicanas como japonesas. Un artista prolífico sobre todo en el arte del caballete con el que trabajó en diferentes técnicas y formatos, qué duda cabe que son precisamente sus paisajes los que mejor definen su carta de identidad, donde se reconocen el oficio decantado, la sagacidad expresiva y la imaginación sin freno de un ilusionista dotado.

Nishizawa se refirió en varias ocasiones a su deseo de no pretender ofrecer una expresión de significados acabados, en cuanto su espectador-ideal es quien espera acabe o incluso mejore las posibilidades de su obra. En este sentido, la creación abierta de nuestro poeta-pintor constituye apenas una feliz provocación que suscita un diálogo abierto, un debate constructivo, a partir de un sugestivo acto de seducción que desemboca a su vez en gozoso acto de complicidades. Tanto su obra de caballete como la de gran formato —incluidos sus no menos elocuentes murales— constituyen algo así como un mapa de huellas del artista, de este infatigable cazador de objetos que, potenciados por la luz, se transforman en universos poéticos con voz y vida propias, porque “la pintura es poesía que se ve”, como decía Leonardo da Vinci.

En la obra de un gran artista como Nishizawa se reconocen, así, honestidad y verdad, como lo pretendía Velázquez; sólo de esa manera, cuando hay talento y oficio, no existen caminos erróneos o erráticos, porque en manos del artista auténtico se hacen provechosos y eficaces, reveladores. Así, la verdad del arte no tiene que ver ni mucho menos con su capacidad para reproducir la realidad exterior al pie de la letra —en este sentido, su mirada no tiene por qué ser objetiva—, sino más bien por la manera en que emociona y trastoca la vida de quienes la admiran, de quienes son capaces de percibir el alma que es puente de comunión entre el creador, la obra con todos sus contenidos y atributos, y el destinatario sensible a su llamado.

Inquieto y provocador

Acto esteticista y a la vez lúdico, la obra multiforme y diversa de Luis Nishizawa nos revela a un creador que fue siempre felizmente inquieto y provocador, porque el arte no está hecho en el ahora inmediato e inamovible de su concepción, sino que es reiteración regenerativa de un discurso que se reconstruye y enriquece de frente a los distintos tiempos y sensibilidades que justifican el porqué de su existencia. Si bien un artista es también individuo social y cultural que se explica en la coordenada del ser y sus circunstancias del cual habla Ortega y Gasset, de igual modo es un ente atemporal que a través de su creación trasciende su época y dialoga así con otros contextos y épocas.

Artista de muy diversos matices y emociones, en él coinciden y se sobreponen sin no menos fortuna el sentimiento trágico y la sensualidad, el grito desaforado y el silencio —tampoco le teme, por ejemplo, al vacío, al espacio en blanco—, la indagación metafísica y la audacia meramente esteticista. Cada propuesta o hallazgo suyo está matizado por el tamiz de la emoción y de la forma, sobre la brújula de una inteligencia siempre vinculada a un oficio técnico que el artista domina y controla para el alcance de los fines de su inaplazable vocación. Sin ser presa ni de la tradición ni de la moda, en Nishizawa se logra expresar libremente el artista que en la unidad personal de su creación dialoga con otras épocas y con su presente, con la propia proyección hacia futuro de un ser cuya atemporalidad responde a la trascendencia de lo que es capaz de crear y expresar su talento singular.

Hijo de su tiempo

A través de un siempre vigoroso y enriquecedor diálogo con sus antepasados, es posible reconocer en él ese clima de introspección nacional implícito en la obra de sus mayores, como se deja ver en sus manifiestos homenajes a Siqueiros, Rivera y Orozco, o al mismo Tamayo, ya sea a través de ensoñaciones —angelicales y felices unas, y monstruosas y aterradoras otras—, de agudas reinterpretaciones de pasajes de la historia, o de contagiosas escenas festivas de nuestras tradiciones. Sus respetuosos tributos a otros artistas diversos implican todas las veces una asimilación consciente y lúcida de quienes han forjado nuestra identidad cultural: su acercamiento al dibujo expresionista de Orozco, por ejemplo, es el cauce indispensable para conectar su emoción trágica en litografías como Caín; o su no menos personal lectura del esperpento valle-inclanesco —otro vínculo entre España y México— lo liga a su vez al Goya negro, o incluso al más remoto Bosco de El jardín de las delicias.

Educado en la llamada “escuela mexicana”, su obra primera muestra un conmovedor apego a sus maestros de formación, entre otros, Julio Castellanos, Luis Sahagún, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y sobre todo Benjamín Coria. Hijo de su tiempo, en la obra de Nishizawa coinciden los más consistentes hallazgos y virtudes tanto de la tradición como de la modernidad, en la expresión decantada de un artista cuya poética se sostiene sobre todo en una sólida asimilación de toda clase de cauces estéticos que allí felizmente se entrecruzan. Más allá del folclorismo que suele demeritar los invaluables aciertos de esta corriente artística, Nishizawa en cambio recupera y revalora sus aportaciones, de las cuales abreva con entusiasmo y convicción, por ejemplo su espíritu de búsqueda con respecto a lo que de verdad nos identifica y hace únicos, y por lo mismo, entidad cultural entrañable.