BELLAS ARTES

 

En recuerdo de Vicente Leñero

 

 

Mario Saavedra

Recuerdo con particular entusiasmo cuando conocí y empecé a tratar a Vicente Leñero (Guadalajara,1933-ciudad de México, 2014), y fue en un viaje a Mérida en el que coincidimos, por allá por 1988, con tal buena fortuna que en grupo reducido, integrado además por su bella esposa, don Rafael Solana y Tomás Urtusástegui, nos fuimos a excursionar un día entero a Chichén Itzá. Cofradía pequeña y selecta, la pasamos a todo dar, y si bien los temas de conversación fueron múltiples y diversos, por cuestiones de afinidad y del propósito mismo del viaje prevaleció sobre todo el teatral. Un hombre sabio y sensible, todo un personaje, pero además de un muy agradable trato desde el principio, todas las veces que nos vimos fue siempre amable y hasta cálido, expresamente agradecido cuando por una u otra razón escribía sobre su narrativa o su teatro, o sobre alguna nueva película con guión suyo, o sobre algún evento donde había sido con justicia reconocido por su escritura multiforme y todas las veces incisiva, incluido el Premio Nacional de Lingüística y Literatura en el 2001.

Un auténtico polígrafo, conforme fue un maestro en la narrativa, en la dramaturgia, en el periodismo y hasta en la escritura cinematográfica (sus guiones de Miroslava, La ley de Herodes y El crimen de padre Amaro, por ejemplo, son impecables), muchas de sus obras fueron primero reveladoras en mi formación, y más tarde referente obligado en mi trabajo docente con materias literarias o periodísticas. Hombre polifacético, tengo muy presente cómo un día intercambiamos opiniones sobre otro escritor de enorme arraigo humanista, el argentino Ernesto Sabato que a él también le causaba gran admiración, porque como el autor de Sobre héroes y tumbas había transitado de la física a la literatura, Leñero lo había hecho desde la ingeniería civil de la que se graduó en la Universidad Nacional Autónoma de México. Casi a la par formado como periodista en la escuela Carlos Septién García, lo cierto es que pronto se refugió en la escritura no sólo para ganarse la vida, sino sobre todo para aclararse a sí mismo que ésta era su verdadera vocación y que exigía tantos o más sacrificios y entrega que cualquiera otra profesión.

Su amor al teatro y la novela

Desde sus dos primera novelas, La polvareda y La voz adolorida, de principios de la década de los sesenta, revela sus temas y asuntos de interés, primero en un cauce de realismo psicológico que por otra parte le sirvió de ventana para manifestar su también particular facilidad para la construcción de personajes y atmósferas, del propio diálogo como herramienta teatral. Pero su primera obra de verdadera trascendencia fue Los albañiles, de 1963, que le valió el Premio Biblioteca Breve, y que a su vez sería más adelante fuente de una versión dramática de enorme éxito que vio la luz en 1970. Revelación, por otra parte, del Vicente Leñero experimental y propositivo, que igual le importa la solvencia del tema abordado que los recursos expresivos a través de los cuales lo hace, se trata de una novela que apuesta por una estructura compleja y cargada de sugestivos simbolismos, en la voz protagónica del velador de una construcción que a su vez sirve de vehículo y pretexto para denunciar condiciones y circunstancias que al propio narrador —y más tarde, dramaturgo— le indignaban. En este terreno de elocuente búsqueda formal se sitúan de igual modo sus no menos interesantes novelas posteriores El garabato y Estudio Q, de 1965 y 1967, respectivamente, de las cuales se harían igualmente sendas versiones cinematográficas, la segunda de ella dirigida por Marcela Fernández Violante, y por supuesto Los periodistas, de 1978, a caballo entre sus dos vocaciones primeras.

Beca Guggenheim en 1967, Vicente Leñero encontraría en el teatro un espacio no menos propicio para poner el dedo en la llaga con respecto a circunstancias reales que le incomodaban, empezando por supuesto por su mencionada versión dramática de Los albañiles, que le permitiría entrar a la escena por la puerta grande. Otros textos dramáticos suyos de justa mención son La carpa de 1971, Los hijos de Sánchez —lectura de la novela homónima de Oscar Lewis que más tarde tendría su propia adaptación cinematográfica— de 1972, y ya de lleno en el teatro mexicano documental en el que fue uno de sus indiscutibles iniciadores, Pueblo rechazado y El juicio, de la segunda mitad de esa misma década. Particularmente atraído por la historia, y en especial por la de México, dos textos suyos de gran valía en esta materia son El martirio de Morelos y La noche de Hernán Cortés, donde los dones del dramaturgo se traslapan con los del cronista espléndido, porque bien decía él mismo que el material histórico es poco menos que elemento muerto si no se entiende a través del tamiz de nuestra realidad inmediata, y viceversa, poca comprensión habrá del presente si no atendemos las resonancias de circunstancias y hechos pretéritos consignados por la historia.

Periodismo, su otra pasión

Escritor y periodista de tiempo completo, muy prolífico, Miembro de Número de la Academia Mexicana de la Lengua desde el 2010, el talento y el oficio de Vicente Leñero dieron cauce a una obra variada y sólida, pues nos ha legado un rico acervo con cerca de diez novelas, casi otros tantos compendios de relatos cortos, más de una treintena de textos dramáticos, más sus cerca de veinte guiones cinematográficos y sus varios libros teóricos o con materiales periodísticos (crónicas, entrevistas, reportajes y algunos misceláneos). Su honda estirpe de escritor experimental y de continua búsqueda se manifestó con similar vigor en sus otras tantas actividades profesionales, y por supuesto en la periodística, su otra gran pasión, en esa línea casi indivisible que bien define René Avilés Fabila en su también ya imprescindible La incómoda frontera entre el periodismo y la literatura.

Se ha ido el gran Vicente Leñero, pero nos lega una obra magnífica en varios frentes, en la que fue una ejemplar existencia asumida siempre con intensidad y con compromiso, vivida a fondo y con pasión, y su indeleble huella se hace patente en la escuela por él dejada tanto en el terreno literario como en el periodístico, como un auténtico humanista que por cuanto irradiaba, por sus distintas esferas de una escritura ferviente, parecía de otros tiempos. ¡Descanse en paz!