BELLAS ARTES

 

 

Como mejor película

 

Mario Saavedra

Extraordinario melodrama de largo aliento escrito y dirigido por el joven y talentoso realizador anglosajón Damien Chazelle, Whiplash (Estados Unidos, 2014) tiene como antecedente un cortometraje del mismo autor, a partir a su vez de un replanteamiento exacerbado de su propia experiencia como estudiante del Conservatorio de Música de la Costa Este. Si el arte tiene como una de sus más honestas razones de ser el llevar hasta sus últimas consecuencias experiencias personales vividas por su sensible creador en primera persona, razón por la cual aspira de alguna manera volver al orden lo que en principio es alteración y caos, este segundo largometraje de Chazelle nos hace partícipes de la compleja y tensa relación entre un discípulo que ama la música y un profesor que busca la perfección absoluta.

Feroz intercambio de ríspidas emociones a flor de piel, en medio de una batalla campal que vuelve a poner sobre ese quirófano sin piedad que es el arte una no menos cruenta guerra de egos confesos y de miedos entreverados, de pasiones intestinas, Whiplash desnuda a dos seres humanos que son víctima tanto de sus fortalezas como de sus carencias. Ambos aman la música, manifiestan una vocación irrefrenable, pero también se convierten en presa de sus demonios más oscuros; los dos darían la vida por ese don que les ha sido dado casi como por milagro, porque el verdadero talento creativo resulta más bien inexplicable, pero de igual modo terminan siendo domeñados por una obsesiva neurosis que pareciera ser signo distintivo de la más auténtica creación artística.

El primer gran atributo de esta estupenda película está en su guión escrito con enorme honestidad, con un oficio que mucho sorprende tratándose de un apenas joven escritor con escasos ejercicios en su haber y todavía tras la búsqueda de una expresividad más definida. Con dos complejos personajes muy bien construidos e hilvanados, solventes, consigue una tensión dramática acorde a la profundidad psicológica y el conflicto que encarnan el maestro que somete y se impone por medios didácticos poco ortodoxos, y su imberbe discípulo que se resiste a ser ahogado bajo el yugo de su tutor y en cambio pelea a muerte por defender su individualidad —su integridad— como artista único e irrepetible que es. Quien aquí enseña con la prerrogativa de que la buena música es celosa y sólo con látigo y sangre se fija, porque la perfección técnica únicamente puede alcanzarse con esmero y sacrificio, en un acto de aparente generosidad que lo sitúa casi en el rango de la beneficencia, también deja constancia de que tras sus violentos métodos y maneras se esconde de igual modo una profunda frustración por no haber alcanzado el Parnaso y el reconocimiento ajeno, en otras palabras, el éxito.

La vanidad y el egoísmo vuelven a hacer de las suyas, como suele suceder en esta humanidad de seres frágiles e imperfectos que somos, pero en cambio la propia generosidad de la condición del arte surge como única tabla de salvación y de reencuentro, porque al fin de cuentas la música es su único y verdadero motivo de complicidad.

Integrada como otro personaje más a la trama, la música dista mucho de ser aquí mero trasfondo o acompañamiento, porque es el motivo de la acción y del comportamiento de los dos entes conflictuados, marca el acento de cuanto sucede, se intensifica o decrece   —al ritmo de jazz de muy buena calidad— conforme la crisis entre los dos personajes se agudiza o disminuye. La música es la razón de ser de la trama y de cuanto acontece en el interior de los protagonistas en vilo, porque precisamente en el desarrollo del arte de Euterpe, que implica un lenguaje distinto y por lo mismo se habla de su universalidad, hay una amplia cantidad de ejemplos conocidos de notables compositores e intérpretes conflictuados en su proceso de formación, en las exigencias de una profesión tan demandante, en sus relaciones ya sea con sus maestros o con sus discípulos.

Perfectamente editada y fotografiada, en un ritmo y tonos acordes a la historia y las relaciones de sus personajes al límite, víctimas de su sensibilidad extrema, Whiplash es también una obra de arte por el extraordinario mano a mano que protagonizan sus dos actores principales: el más experimentado J. K. Simmons en el mejor papel de su carrera, sin resquicios, y el joven Miles Teller que se pone a la altura de su acompañante y en ningún momento desmerece. Y están los dos, y todos los demás acompañantes de un reparto relativamente reducido, dirigidos —todos los rubros están al servicio de una intensa gran historia de personalidades al límite, muy bien contada y tratada— con todo cuidado por un Damien Chazelle que con esta gran película compite a la par con otros viejos lobos de mar.

Sin mayores aspavientos o excentricidades técnicas, como ese plomo Boyhood de Richard Linklater cuyo único atractivo es haber sido contado en un tiempo real de doce años que ponen a prueba la terquedad y la paciencia (diferentes momentos en la vida de una familia más común que corriente), Whiplash es una de esas grandes cintas de autor que valen por una fuente primaria inteligente y muy bien escrita, por su puesta o hechura impecable en todos los renglones, por su casting perfecto, por estupendas actuaciones al servicio de un gran proyecto fílmico.