Mal espectáculo/II-III

 

 

Guillermo García Oropeza

En el artículo anterior de esta pequeña serie, hablábamos del tema número uno de la política contemporánea, que es la relación entre el poder y los medios o, jugando con las palabras, con el poder propio de los medios, un poder intrínseco a su esencia y a sus posibilidades.

Decíamos que a los políticos les costó trabajo entender el fenómeno de los grandes medios de comunicación, pero ciertos iluminados —aunque fuera con una luz siniestra— entendieron perfectamente que los medios eran la nueva extensión de la política, la voz multiplicada, la presencia, la invasión de la privacidad de las gentes con el mensaje político.

Fenómeno mundial con soluciones diversas según los sistemas y países, pero concentrándonos en el caso mexicano nuestros políticos se vieron bastante lentos en entender los medios. Después de todo, venían de medios militares, académicos o de las viejas rutinas políticas incluyendo una retórica que pronto se hizo obsoleta, y si no hubiera sido porque ciertos profesionales de los medios se convirtieron en los verdaderos voceros nacionales, los políticos se hubieran quedado muy lejanos de la población.

Hablamos de antes del advenimiento del Internet y de las redes sociales que están cambiando las reglas del juego.

Hoy quisiera concentrarme en los dos sexenios panistas y su imagen televisiva. Mucho más interesante encuentro a Vicente Fox, un presidente con el que nunca simpaticé y cuyo único logro para mí fue haber sacado el PRI de Los Pinos, haiga sido como haiga sido.

Un aventurero de la política, un hombre de formación totalmente distinta a la tradicional, un empresario menor y provinciano, cargando además con un apellido anglosajón, texano y que no había hecho la carrera de méritos de los panistas tradicionales, me pregunto si de veras es panista o simplemente foxista, Vicente —Chente—, por una serie de carambolas increíbles se convierte en presidente de México, un presidente llamémoslo heterodoxo, para no llamarlo rebelde, y que comienza su periodo económicamente favorecido por el último boom petrolero y que gobernará a su manera y a la manera de su todopoderosa mujer.

No trato de renovar críticas contra Chente sino de señalar que cuando menos tuvo un estilo propio, único, irrepetible. Acaba a hachazos con la vieja retórica y practica un populismo verbal que a muchos llega, tiene buena pinta y buena voz. Es grandote y blanco, cosa que cuenta en México y está asociado con una cultura ranchera, que no campesina, de palenque, y pudo, repito, pudo haberse convertido en un exitoso gobernante populista.

Pero Chente no era Fidel ni Chávez, el bolivariano, sino un gobernante caótico que desperdició su gran oportunidad: ser la gran figura mediática que entusiasmara el país.