BELLAS ARTES
Centenario del natalicio de Rafael Solana (1915-1992)
Mario Saavedra
El próximo 7 de agosto se conmemora el centenario del natalicio de Rafael Solana (Veracruz, 1915-ciudad de México 1992), y exactamente un mes después, veintitrés años de la sensible desaparición física de este notable humanista y escritor veracruzano, acaecida a menos de un mes de haber celebrado con bombo y platillo sus 77 años de edad, en un festejo convocado por el entonces titular de cultura de la delegación Cuauhtémoc y amigo muy querido Pepe de la Rosa.
Siendo una de las plumas fundadoras de este semanario, recuerdo todavía con profunda emoción su columna en agradecimiento a esa velada en la que nos reunimos sus muchos afectos y admiradores. Dolorosa despedida, con la lucidez y en el superior estilo que lo caracterizaban —no exento de humor, aun en circunstancias difíciles—, hacía una concentrada retrospectiva de cuanto había sido su paso por este mundo, con el pasmoso valor de quien a distancia se ve vivir —y morir, irremediablemente— desde la otra orilla del Leteo.
Vocación literaria y periodística
Personalidad rica y compleja, hace poco más de siete años publiqué, con el apoyo de la Universidad Veracruzana, un ensayo biográfico en su honor: Rafael Solana: escribir o morir, que con motivo del centenario de su natalicio ahora reeditan la propia Universidad Veracruzana y la Coordinación de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, que encabeza el notable escritor y periodista René Avilés Fabila.
Rafael Solana fue un personaje fuera de serie, con talentos varios y además desprendido, siempre atento a reconocer y promover el trabajo ajeno, e incomprensiblemente ha sido más bien víctima del silenciamiento y el ninguneo por parte de autoridades y gremios que en vida de él sólo se beneficiaron con su generosidad sin límites.
Con una vocación literaria y periodística a prueba de todo, tan firme y honesta como su talente humanístico y desprendido, no me pareció que nada describiera mejor su naturaleza que esa célebre frase del poeta alemán Rainer Maria Rilke: “escribir o morir”, conforme convirtió ese oficio de la “creación pensante y anímica” en una razón de ser y de existir, tan vital como el respiro o el alimento.
Algunos años antes pudimos editar en CD Rom, gracias al Centro de Investigación Teatral Rodolfo Usigli y con el apoyo de Siempre!, una copiosa selección de las crónicas y críticas teatrales publicadas por don Rafael en los más de cuarenta años en que apareció su sección del anónimo cronista (¡todo el medio teatral sabía bien quién era!), auténticas lecciones de sabiduría, de observación meridiana, de pulcro y envolvente estilo, de aleccionadora construcción.
Ahora se encuentra en cocción, también con el apoyo de la Universidad Veracruzana y de ésta su casa editorial y su valiosa directora, una edición que apenas nos hemos propuesto sirva de muestrario del ingenio y la sabiduría de uno de los polígrafos mexicanos más singulares del siglo XX.
Acaso una ínfima retribución a lo mucho que a tantos nos concedió a manos llenas ese espléndido escritor y gran humanista, maestro en tan distintos y trascendentes saberes, en el que fue un auténtico privilegio para quienes nos enriquecimos con sus inconmensurables enseñanzas y gran personalidad, con Rafael Solana: escribir o morir he tratado de hacer una revisión a la vez exhaustiva y panorámica tanto de la personalidad como de la obra de un personaje que pareciera de otro tiempo.
Una vocación como la suya, asumida no sólo con denuedo sino con compromiso, con pasión y sin respiro, es prueba fehaciente de que una existencia como ésta sí merece ser ejemplo en un mundo cada vez más desbocado y sin rumbo fijo. Como bien escribió Stefan Zwieg en su ulterior y hermosa biografía sobre el gran Monteigne del Renacimiento, “sólo la libertad de credo pueda solventar la libertad de obra…”
De una sola pieza
En un mundillo cultural dominado por la desmemoria y la mezquindad, como rasgos distintivos de ésta nuestra condición humana tan proclive al menoscabo y la destrucción (bien escribió Nietzsche que “aun construyendo, nos define nuestra naturaleza devastadora”), esa rememoración, secundada por mi también dilecto maestro y entrañable amigo René Avilés Fabila con un cariñoso e inteligente prólogo, pretende hacer un llamado para que las autoridades reediten, reimpriman o pongan en escena la obra dramática de un autor ciegamente ninguneado por quienes consideran (en un mundo plagado de lugares comunes, no hay peor sordo que el que no ve, ni peor ciego que el que no oye) no se encuentra entre “el Parnaso de los elegidos”…
Recordamos al poeta elegante, al cuentista ingenioso, al novelista perspicaz, al ensayista penetrante, al comediógrafo dotado, al periodista integral, al musicólogo y melómano sensible, al crítico de artes escénicas y visuales constructivo, al cronista taurino sabio (prácticamente nuestra única diferencia), al maestro y amigo magnánimo, en fin, a ese humanista de otros tiempos que detestaba la vanagloria y pecó de más de modestia.
Un auténtico maestro en el arte de vivir, del bien vivir, del vivir a plenitud y sin culpa (Fernando Vallejo se refirió a él, en una sentida dedicatoria, “para quien tiene la conciencia tranquila”), sin duda el más complejo e inusual de los saberes, don Rafael tuvo por otra parte esa luz no menos peculiar de reconocer y además promover como suyos —en verdad, más y mejor que los suyos propios— la obra y el talento ajenos. ¡Y qué decir del viajero y el sibarita, del anfitrión desprendido y el gourmet probo!
Ser humano y creador de una sola pieza, con una cultura tan vasta como ecléctica, siempre firme en sus convicciones más hondas, que son las que en verdad importan y trascienden, nos legó una obra y una enseñanza —en realidad, muchas, de acuerdo a su amplia y rigurosa formación— que merecieran ser redimensionadas con el paso del tiempo. El tamaño de su múltiple legado tendrá que ir siendo revalorado por las nuevas generaciones, por aquéllos que sin prejuicios entiendan que sólo se puede construir una obra —independientemente de cuál sea la naturaleza de ésta— a partir del estudio y el trabajo, sin tener que desplazar al otro ni a costa de los demás.
¡Honor, a quien honor merece!
