La guerra nos alcanzó
Guillermo García Oropeza
Vivo en una ciudad sitiada. Me refiero a Guadalajara que hace unos días sufrió el cierre de todas sus salidas carreteras con camiones y vehículos incendiados en un audaz y eficiente golpe de quién sabe quién. Porque nunca se sabe quién es realmente responsable y para la mayoría de los ciudadanos, en la que me cuento, la verdad oficial es, cuando menos, dudosa. El sitio fue rápido y causó, por supuesto, un inmenso desorden en la circulación normal de la ciudad.
Yo, que viví mucho tiempo en la ciudad de México, me di cuenta de la percepción que muchos capitalinos tienen de Guadalajara. O más bien de las percepciones: una ciudad cerrada y conservadora, un rancho grande, un lugar agradable para unos días de visita. Pero muy pocos se dan cuenta de la dimensión de la ciudad y de sus problemas. Guadalajara, la otrora Perla de Occidente, con sus torres catedralicias tan peculiares y sus prestigios folclóricos es una gran ciudad latinoamericana, compuesta por varios municipios con una expansión demográfica delirante. Claro que no tanto como la ciudad de México, que ya es una de las urbes megalopolitanas del mundo. Guadalajara todavía no es eso y espero que nunca llegue a serlo pero si no es gran ciudad si es ciudad grandota.
Aparte de sus carencias de vialidad y equipamiento, finalmente presupuestales, Guadalajara tiene una curiosa historia política por lo que se refiere a esa guerra confusa que mencionamos arriba. Se dice, no me consta, que hace unos sexenios un gobernante pragmático pactó con los narcos, que eran entonces del noroeste, para que se respetara la ciudad que tantos servicios, educación, salud… ha brindado siempre a la región noroccidental de México.
Y el pacto se cumplió y aparecieron muchas fortunas en Guadalajara, con unos nuevos personajes que se edificaban mansiones inmensas y ostentosas, y cada uno de nosotros sabíamos de alguien a quien le habían comprado su casa cara, al contado y sin regatear. Surgieron negocios muy bien montados que luego desaparecían tan misteriosamente como habían llegado. La vieja sociedad tapatía, en que todos se conocían, veía sorprendida y deleitada todos estos misterios. Era la época de oro.
Pero a partir de un hecho que nosotros no olvidamos, aquellas explosiones que acabaron con un barrio entero de la ciudad y que pagaron injustamente el alcalde de Guadalajara y el gobernador del estado, la ciudad entró en una larga crisis política: tres gobernadores panistas, siendo el segundo el menos malo y un regreso del tricolor que ha sido poco glorioso, alcaldes medianos, en fin, una clase política que es muy poco de presumir.
Pese a todo, Guadalajara vivía una calma relativamente privilegiada. Veíamos en los medios lo que pasaba en otras partes, en el vecino Michoacán, en los lejanos Guerrero y Tamaulipas, en una curiosa guerra en que cada semana el gobierno capturaba a un gran capo; en fin, ya saben ustedes, pero nosotros estábamos bien en lo que Agustín Yáñez llamaba la Clara Ciudad.
Todo muy bien… lástima que se haya acabado y ahora estemos como se diría en términos militares en el frente. La guerra nos alcanzó.