Un santo/I-II

Guillermo García Oropeza

Hace unos días, El Salvador, un país por largos años martirizado, celebró la beatificación de su arzobispo Óscar Romero, gracias al apoyo del argentino papa Francisco. La beatificación que, según entiendo es un trámite por cumplir antes de la canonización, es un suceso religioso pero también tiene un aspecto altamente político para nosotros mexicanos y latinoamericanos.

La historia es conocida de todos, el arzobispo Romero había estado criticando los excesos de la represión del régimen de derechas extremas que sufría El Salvador. Yo tuve la oportunidad de conocer este país cuya violencia me dejó horrorizado y de tener contacto también con ricos refugiados salvadoreños que pertenecían a esa poderosa e inconsciente burguesía dueña del pobre país centroamericano. Hablo de hace mucho, cuando Centroamérica, especialmente su parte norte, vivía un drama de violencia generalizado.

Pobres repúblicas bananeras, dirían los yanquis, con problemas graves de pobreza y discriminación, y todo esto pasaba cuando México vivía una temporada mejor y donde existían amplias esperanzas. Recuerdo que la única vez que traté socialmente al presidente De la Madrid allá en Colima le conté de mis impresiones de El Salvador y de lo feliz que estaba cuando regrese a México. Eran otros años.

Pero lo que me parece fundamental es que el arzobispo Romero que, al parecer no era ningún subversivo defensor de la teología de la liberación, fue visto, sin embargo, por el clero conservador con cierto recelo, un poco lo que aquí pasó con Samuel Ruiz. Y es que la Iglesia católica siempre disciplinada a la absoluta autoridad pontificia conoce, dentro de sus filas, a personas que anhelarían un cambio en este continente de la pobreza y de tantos regímenes opresivos mientras que otros son los conservadores de siempre, los defensores del orden que alguna vez fue monárquico y ahora es burgués. Y esto lo digo no por haberlo leído sino vivido en mi contacto con sacerdotes de uno y otro perfil.

Algunos expertos señalan que Juan Pablo II, hoy canonizado, no aprobaba la lucha del arzobispo Romero en contra de la represión del gobierno que finalmente lo mandó matar en plena celebración de la misa. Todo esto nos llevaría a pensar, con una mínima esperanza de que el papa Francisco tenga una visión nueva sobre la tragedia latinoamericana, porque indudablemente la vivió de cerca en su nativa Argentina y, no quiero exagerar, la Iglesia de los pobres tendrá, por fin una mejor posición en nuestro hemisferio. La beatificación de Romero es un motivo de optimismo pero la experiencia de la historia nos dice que Roma, milenaria, no cambia tan fácilmente.

Y hay que recordar que la Iglesia mexicana no es homogénea y que ciertas regiones, pienso en Tabasco o en Sonora, no son tan ortodoxas como esa banda de territorio que va de Puebla a Jalisco en donde la Iglesia ha sido infinitamente poderosa aunque aun ahí las cosas estén cambiando y en viejos territorios cristeros crezca la disidencia. Pero este tema merece más espacio.