Nos preparó, a petición nuestra, de mi hermana Magdalena y yo, una lista de obras maestras del cuento. En esas cuatro o cinco páginas, que por ahí deben estar todavía entre el papelerío, estaban las grandes obras del cuento latinoamericano, desde luego Borges, Cortázar y otros menos conocidos, pero igualmente excelentes, como Delmiro Sáenz con Sesenta veces siete. No sólo estaban en la lista los de este lado del mundo, ahí supe, y leí, ese libro memorable que es El tigre de Tracy del armenio-estadounidense William Saroyan. Desde luego, Faulkner y Hemingway, Dublineses de Joyce. De lo que no me cabe duda es que en esos días, Gustavo quería ser cuentista y que conocía el género en serio, como nadie en México. Siempre me extrañó que finalmente se haya decidido por la novela.

            Como era admirador de mi hermana Magdalena le escribió unos diarios que en algún momento, hace como una década, le mandó pedir con uno de sus amigos y seguidores, creo que Enrique Aguilar. Mi hermana que los conservaba, encontró uno, pero antes de enviarlo decidió leerlo y eso alargó el tiempo y luego se fue olvidando. Pienso que Gustavo los quería para reescribirlos y publicarlos. Mi hermana localizó uno, pero eran dos, tal vez tres. Eran cartas de amor, incesantes esbozos de la muchacha amada, apuntes sobre el trajín diario, pero sobre todo ejercicios literarios, citas de lo leído, y claro, pastiches.

            Un tema, creo, le obsesionaba. Como a Wilde o a Henry Miller, detestaba los hombres adocenados, las vidas anónimas de las grandes ciudades, los estereotipos. En sus relatos, los adolescentes estaban contrapuestos al mundo de los adultos. En el fondo, el mundo de su padre, de su madrastra. Sin embargo, la constante es una lucha contra la realidad, lo que dice Woody Allen, “el cine es mejor que la vida” y para Menelao-Sainz, la imaginación supera, con mucho, a la realidad. La mejor ventaja de la ficción (la imaginación atrapada por la palabra) es que puede borrarse y volverse a inventar, la imaginación, Freud añadiría que la fantasía es siempre erótica, no tiene ni límites ni lógica. Y la literatura, tampoco.

 

Nos hacía la tarea

La Dra. María del Carmen Millán, nuestra maestra, nos pidió como examen final que llenáramos unas fichas sobre un cuento que nosotros elegiríamos. Yo estaba pensándolo, cuando Gustavo Sainz, mi compañero de clase, me sugirió que leyera “Mariquita”, un cuento de Guadalupe Dueñas. Lo leí y me pareció excelente, pero la trama me causaba cierto horror. Mariquita, si no recuerdo mal, es un feto en un frasco. Gustavo dijo que me llevaría a conocer a Lupita Dueñas y que le podía preguntar mis dudas. Acepté de inmediato. Fuimos Cristina (hoy de Pacheco), mi hermana y yo con Gustavo. Cristina y yo vestidas de negro, yo pensaba que de existencialista. La casa de la Dueñas estaba, creo, en la colonia Roma. Al llegar nosotros, desde el segundo piso nos dijo que en un momento bajaba y apareció vestida con un esplendoroso suéter color verde bandera. Como estaba de moda, le pregunté por sus influencias. Cuando salimos, le susurré a Gustavo muerta de pena que no había podido escribir ningún nombre, todos eran extranjeros y para mí desconocidos. Gustavo acabó por escribir casi todo el comentario sobre “Mariquita” y en un párrafo estaban todos los nombres de los escritores que yo desconocía.

            A mi hermana, le copió un conjunto de frases de escritores y pretendieron presentarlo como el examen final de la clase de Literatura Universal que mi hermana Magdalena cursaba en la preparatoria. La maestra aseguró que era asombroso el conocimiento de mi hermana, pero que no era lo ortodoxo y mi hermana bajó su promedio con un ocho. En compensación, Gustavo, que era su obsesivo “pretendiente”, le regaló unos discos con la obra completa de Corelli. Mi hermana escuchaba esa música y trataba de agotar los cuentos de la apasionante, pero interminable lista. En esos días, nos proponíamos leer Carlos, Gustavo y yo, un libro diario. Charlie una vez alardeó de que leyó de una sola vez y sin dormir el Ulises de Joyce. Yo, al menos no se lo creí.

Becario del Centro Mexicano de Escritores, Gustavo nos llevó una vez y por él conocimos a Juan García Ponce y vi y escuché, por primera vez, a Rulfo.

Una vez me invitaron para ser sinodal de Josefina, la esposa de Arturo Trejo, en su tesis que ya no recuerdo si era sobre los escritores de la onda o sólo sobre Gustavo, me enteré que tanto José Agustín, que escribe el epílogo de las obra completas de José Revueltas, para Empresas Editoriales, como Gustavo, quien reúne para la editorial de la Universidad Veracruzana la mejor colección de entrevistas con el duranguense, bajo el título de Conversaciones con José Revueltas, son considerados, como se titula otra tesis, no la de Josefina, “escritores a la sombra de José Revueltas”. No sólo eso, supe que existe un grupo compacto de amigos de Gustavo que se consideran algo así como una generación de relevo y entre los que, además de Arturo Trejo Villafuerte, esta su primo, Ignacio Trejo Fuentes y otros más que puede usted leer en el suplemento La cultura en México, de nuestra revista Siempre. Grupo formado a la sombra de Gustavo Sainz.

 

 

Those were the days

No todas son anécdotas literarias, ya he contado que nos íbamos por avenida Insurgentes jugado a lo que hace la mano (el que encabeza) hace la tras (todos los de una larga fila) y que nos mojábamos con pistolas de agua en la cafetería de la Facultad.

Voy a contar dos sucedidos en que, creo, dos estrellas de la literatura nacional no resultan muy favorecidos, pero lo cuento tal como pasó. Una vez, alguien inventó que fuéramos a la feria de San Ángel y yo comencé a sufrir. Le dije a Magdalena, mi hermana, a media voz que cómo iba a confesar que muchos de los juegos me daban miedo y que de plano ni muerta me iba a subir. Apenas nos trepamos al camión que nos llevaría de CU a San Ángel, me curé en salud y dije fingiendo desenfado: “yo soy muy miedosa y de una vez les advierto que no me voy a subir a casi nada, ni al Martillo ni al Avión del Amor. Cuando llegamos, no había nada de eso, era una feria de pueblo, incluso con sillas voladoras que ésas sí ni mi hermana podía subirse, porque según leía mi papá en los periódicos, “eran realmente peligrosas”. Muy garbosas nos dirigimos al primer juego y Gustavo Sainz y Carlos Monsiváis, no se quisieron subir y para nuestra sorpresa hasta Nacho Méndez tampoco se quiso subir a varios. Yo acabé acompañando a mi intrépida hermana en todos los que quiso, porque no había, como ya dije, ni uno de los que me atemorizaba en la feria de Chapultepec que era la que conocíamos. Carlos simplemente declinó subirse, Gustavo pretextó que se podía marear y apenas acababa de comer y Nacho no se subió a varios sin decir nada y en otros nos acompañó.

            Otro día fuimos al café Viena de la glorieta de Popocatépetl. Llegamos y Carlos y Gustavo nos cedieron los lugares pegados a la pared para que quedáramos viendo el café y no la pared como ellos. Tomamos el delicioso café vienés y cuando estábamos terminando de desayunar que comienza un temblor. Con la fuerza de la juventud, Carlos y Gustavo puestos de pie corrieron hacia la puerta y en el intento aventaron la mesa contra nosotras que ya no pudimos levantarnos. Ellos, al llegar a la salida, donde estaba la caja, pidieron la cuenta y nosotras le gritamos, ya que había terminado el temblor, que tenían que regresar a separar la mesa, porque no podíamos salir. Como dije las dos estrellas de la literatura nacional no quedaron muy bien que digamos.

            Carlos se reivindicó tanto en el Village de Nueva York adonde íbamos entre dos y tres de la mañana sorteando drogadictos y él como si nada. Pero el acto de valentía más asombroso fue cuando, después de una pastorela, creo que dirigida por el gran Ignacio Hernández, atravesamos todo el bosque de Chapultepec a las 12 de la noche desde la Casa del Lago hasta avenida Reforma, mientras Carlos nos había reír con su infaltable sentido del humor.

Cuando Gustavo se fue de México

No puedo dejar de mencionar la precipitada salida de Gustavo del país. Resulta que dirigía la Semana de bellas Artes, un suplemento cultural que se insertaba en varios diarios de circulación nacional. En el último número de la publicación, una escritora (he olvidado su nombre) publicó un cuento en que se aludía a la esposa del presidente López Portillo en forma francamente grosera. Ese texto ocasionó el despido de Gustavo, que era director del suplemento y creo que coordinador de Literatura del INBA, pero también el despido del director de Bellas Artes que era, si no recuerdo mal, Juan José Bremer. Gustavo y la escritora dejaron el país. Aquí en México, Gustavo era profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en Estados Unidos lo fue en la Universidad de Iowa y cuando murió en la prestigiosa Bloomington.

La última vez que vi a Gustavo

Desde que Carlos puso su “depa” en la privada de Hamburgo, dejamos curiosamente de ir al café Duca D’Este (el de Gino y el guapísimo Carlo Zolla) y comenzamos a tomar quiche lorraine en el café de enfrente, el Auseba. Un día, unos veinte años después, fuimos mi hermana y yo a la zona rosa y en vez de ir al Auseba, le dije qué tal si vamos al Duca D’Este. El tal café estaba irreconocible, lo habían ampliado, ya no servían lo de antes. Apenas nos sentamos, en la mesa de junto se inclina, desde su lugar Gustavo Sainz, nos dice que sigue en Estados Unidos y nosotras le decimos que estamos en lo mismo, en la Facultad de Filosofía yo, en la de Economía mi hermana, él sigue casado, tiene dos hijos. (Ahora sé, por la noticia de su muerte que se llaman Claudio y Marcio y por mal nombre, Pollo y Pillo). Cuando nos despedimos, le dije a mi hermana, Gustavo debe haber quedado convencido de que llevábamos 20 años sentadas ante una taza de café del Duca de’Este, donde nos habíamos dejado de ver la última vez. (Carmen Galindo)