Centenario del natalicio de Rafael Solana

 

 

Mario Saavedra

El pasado 7 de agosto se conmemoró el centenario del natalicio de Rafael Solana (Veracruz, 1915-Ciudad de México 1992), y exactamente un mes después, veintitrés años de la sensible desaparición física de este notable humanista y escritor. Siendo una de las plumas fundadoras de este semanario, recuerdo todavía con profunda emoción su penúltimo artículo, en realidad una dolorosa despedida: “Con la playa a la vista”; escrita con la lucidez y en el superior estilo que lo caracterizaban —no exento de humor, aun en circunstancias difíciles—, hacía una concentrada retrospectiva de cuanto había sido su paso por este mundo, con el pasmoso valor de quien a distancia se ve vivir —y morir, irremediablemente— desde la otra orilla del Leteo.

Personalidad rica y compleja, hace poco más de siete años publiqué, con el apoyo de la Universidad Veracruzana, un ensayo biográfico en su honor: Rafael Solana: escribir o morir, que con motivo del centenario de su natalicio han reeditado la propia Universidad Veracruzana y la Coordinación de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, y que en su nueva imagen ahora se presenta el 1 de septiembre, a las 19 horas, en el teatro que precisamente lleva su nombre, dentro del Centro Cultural Veracruzano en la Ciudad de México.

Mucho más que páginas y tinta

Dentro de un homenaje donde además se develará una placa en recuerdo de tan singular personaje que hizo mucho más que “utilizar innumerables páginas y tinta”, como algún limitado oportunista se ha atrevido a afirmar, mi más sincero reconocimiento a quienes lo han hecho posible, empezando por la rectora Sara Ladrón de Guevara, y su empeñoso representante en la Ciudad de México, José Rivera; a mi ahora editor de lujo Édgar García Valencia; a mi siempre solidario cómplice en esta compartida devoción solalesca, René Avilés Fabila; a mi jefa en este semanario, la admirable periodista Beatriz Pagés Rebollar (trabajamos, también con la Universidad Veracruzana, una edición con artículos aleccionadores de este inolvidable polígrafo veracruzano); a Pilar Colín Solana, sobrina del homenajeado y su más incansable promotora; y a otros amigos y colegas que desde sus trincheras y prestigiadas publicaciones han sido generosos con la causa, desde su primera aparición, el de igual modo notable polígrafo Ignacio Solares, y más recientemente, el también escritor Bernardo Ruiz y el no menos incansable promotor cultural Walter Beller.

Pasión sin respiro

Con una vocación literaria y periodística a prueba de todo, tan firme y honesta como su talente humanístico y desprendido, no me pareció que nada describiera mejor su naturaleza que esa célebre frase del poeta alemán Rainer Maria Rilke: “escribir o morir”, conforme convirtió ese oficio de la “creación pensante y anímica” en una razón de ser y de existir, tan vital como el respiro o el alimento. Algunos años antes pudimos editar en CD-ROM, gracias al Centro de Investigación Teatral Rodolfo Usigli y con el apoyo de Siempre!, una copiosa selección de las crónicas y críticas teatrales publicadas por don Rafael en los más de cuarenta años en que apareció su sección del Anónimo Cronista (¡todo el medio teatral sabía bien quién era!), auténticas lecciones de sabiduría, de observación meridiana, de pulcro y envolvente estilo, de aleccionadora construcción.

Acaso una ínfima retribución a lo mucho que a tantos nos concedió a manos llenas ese espléndido escritor y gran humanista, maestro en tan distintos y trascendentes saberes, en el que fue un auténtico privilegio para quienes nos enriquecimos con sus inconmensurables enseñanzas y gran personalidad, con Rafael Solana: escribir o morir he tratado de hacer una revisión a la vez exhaustiva y panorámica tanto de la personalidad como de la obra de un personaje que pareciera de otro tiempo. Una vocación como la suya, asumida no sólo con denuedo sino con compromiso, con pasión y sin respiro, es prueba fehaciente de que una existencia como ésta sí merece ser ejemplo en un mundo cada vez más deshumanizado y sin rumbo fijo.

En un mundillo cultural dominado por la desmemoria y la mezquindad, como rasgos distintivos de ésta nuestra condición humana tan proclive al menoscabo y la destrucción (bien escribió Nietzsche que “aun construyendo, nos define nuestra naturaleza devastadora”), esa rememoración pretende hacer un llamado para que las autoridades reediten, reimpriman o pongan en escena la obra dramática de un autor ciegamente ninguneado por quienes consideran (en un mundo plagado de lugares comunes, no hay peor sordo que el que no ve, ni peor ciego que el que no oye) no se encuentra entre “el Parnaso de los elegidos”…

Y quizá esta desmemoria se haga más patente, como dice el propio René, porque un año antes se conmemoró, con bombo y platillo, a sus coetáneos Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas, nacidos los tres en 1914 y también miembros fundadores de Taller, si bien Taller Poético, su origen y primera etapa, había tenido en Solana a su creador y alma inicial.

Rafael Solana fue un personaje fuera de serie, con talentos varios y además desprendido, siempre atento a reconocer y promover el trabajo ajeno, e incomprensiblemente ha sido más bien víctima del silenciamiento y el ninguneo por parte de autoridades y gremios que en vida de él sólo se beneficiaron con su generosidad sin límites.

Recordamos al poeta elegante, al cuentista ingenioso, al novelista perspicaz, al ensayista penetrante, al comediógrafo dotado, al periodista integral, al musicólogo y melómano sensible, al crítico de artes escénicas y visuales constructivo, al cronista taurino sabio (prácticamente nuestra única diferencia), al maestro y amigo magnánimo, en fin, a ese humanista de otros tiempos que detestaba la vanagloria y pecó de más de modestia.

Un auténtico maestro en el arte de vivir, del bien vivir, del vivir a plenitud y sin culpa (Fernando Vallejo se refirió a él, en una sentida dedicatoria, “para quien tiene la conciencia tranquila”), sin duda el más complejo e inusual de los saberes, don Rafael tuvo por otra parte esa luz no menos peculiar de reconocer y además promover como suyos —en verdad, más y mejor que los suyos propios— la obra y el talento ajenos. ¡Y qué decir del viajero y el sibarita, del anfitrión desprendido y el gourmet probo!

Ser humano y creador de una sola pieza, con una cultura tan vasta como ecléctica, siempre firme en sus convicciones más hondas, que son las que en verdad importan y trascienden, nos legó una obra y una enseñanza —en realidad, muchas, de acuerdo a su amplia y rigurosa formación— que merecieran ser redimensionadas con el paso del tiempo. El tamaño de su múltiple legado tendrá que ir siendo revalorado por las nuevas generaciones, por aquéllos que sin prejuicios entiendan que sólo se puede construir una obra —independientemente de cuál sea la naturaleza de ésta— a partir del estudio y el trabajo, sin tener que desplazar al otro ni a costa de los demás.