En una obra de periodismo y literatura
A la memoria de Constanza, Simón
Armando y Crista Marina.
Mario Saavedra
No soy precisamente lector del murciano Arturo Pérez-Reverte, pero su elocuente y conmovedor libro de estampas Perros e hijos de perra, en una estupenda edición de Alfaguara (con hermosos dibujos ex profeso del extraordinario pintor catalán Augusto Ferrer-Dalmau, que por sí mismos son una belleza), me conmovió sobremanera, más allá del reclamo de plagio que el autor tuvo por uno de los pequeños relatos allí contenidos que le había contado una persona en la ciudad de México.
Sin meterme en intríngulis legales con respecto a un caso que tampoco sé en qué haya parado, Pérez-Reverte es además un muy buen periodista en activo, y como nos suele suceder a quienes oficiamos esta siempre sorprendente profesión, buena parte del material con el que trabaja proviene de fuentes vivas, tanto de experiencias personales como de testimonios de otras personas directa o indirectamente relacionadas con los hechos referidos… Y cuando ese material se traslada al terreno de la literatura, corroborando de este modo el estrecho vínculo entre estos dos campos hermanos, como bien lo refiere de igual modo mi querido René Avilés Fabila en su misceláneo La incómoda frontera entre el periodismo y la literatura, se trasforma o da cauce a materia de ficción.
Alerta en la Condesa
Y traigo a colación esta suma categórica de vívidas estampas por una noticia que en días pasados escuché en el noticiero radiofónico matutino de Leonardo Curzio, quien como buen periodista y hombre sensible daba cuenta cabal de la información con respecto al recrudecimiento de muertes de perros por envenenamiento en los parques México y España, en la colonia Condesa.
Y por supuesto que comparto su profunda indignación ante un hecho tan aberrante, pues dueños irresponsables sueltan libremente a sus mascotas sin ningún control y las abandonan a la buena de Dios, para que otros sátrapas asesinos maten a esos pobres indefensos, porque “les molesta que hagan sus necesidades en vía pública y alteren su entorno”.
Claro que es reprobable el descuido de sus dueños, su falta de civismo, pero de ahí a transferirles a los pobres canes el malestar de los “ofendidos”, su odio intestino hacia todo lo que les molesta, su instinto depredador, todas sus frustraciones, eso es otra cosa, por supuesto mucho más censurable que la de sus vecinos inconscientes.
Siempre me ha parecido que alguna clase de limitación tienen, acaso una especie de tara moral, quienes no son capaces de ver, en el mejor de los casos, más allá de las necesidades de nuestra bastante limitada e imperfecta condición humana, como expresión suprema de un extremo homocentrismo que no nos permite convivir ni mucho menos comprender a seres distintos a nosotros.
Pero de frente a una humanidad cada vez más insensible y monetizada, más ciega y sorda, como manifestación paradójica de una civilización en franco retroceso y que se perfila sin freno al despeñadero, existen por fortuna asociaciones y otra clase de agrupaciones en defensa de lo que la mayoría depredamos, porque en la compleja naturaleza humana puede darse a la vez lo sublime y lo grotesco, la creación y el exterminio, un indicio de luz esperanzadora y el vislumbre de una opacidad letal.
Arriesgamos nuestra propia existencia
En días pasados se conmemoró el día mundial de los animales, y por supuesto no sólo de los domésticos o amigables, sino de todas las especies —en especial aquellas en peligro de extinción— que en mayor o menor medida son víctimas de la cerrazón y el maltrato humanos, de su maldad y su ambición desmedida, en aras de un desarrollo y un progreso que consuetudinariamente se ponen en tela de juicio, porque conforme alteramos el ecosistema, también ponemos en riesgo nuestra propia existencia. El arte ha estado las más de las veces vinculado a ese espacio de luz, a ese espacio de creación, poniendo el dedo en la llaga y mostrándonos de lo que somos capaces para bien o para mal, a favor de la vida, de la generosidad, de aquellos valores ciertos y trascendentales que nos dignifican como condición, como contracara de la barbarie y el genocidio, de la malevolencia como prueba fidedigna de que, como decía Hitchcock, “el ser humano es el único animal que mata por el simple placer de matar”.
De la estirpe de los Voltaire, de los Bernard Shaw, de los Tolstoi, de los Thomas Mann, de los Coetzee, de los Fernando Vallejo, entre otros famosos escritores que han manifestado su profundo amor por la vida distinta a la nuestra, por nuestros hermanos con rostro diferente, como decía Francisco de Asís, Pérez-Reverte ha sido un manifiesto y airado defensor de los animales, en especial de los perros, porque son nuestros mejores amigos —más allá de sonar a eslogan y lugar común—, nuestros hermanos: “No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra… Cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro, más triste y más sucio”.
