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Sustenta con holgura los méritos necesarios para estar inscrita entre los santos que venera la Iglesia católica.
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A pesar de las descalificaciones
Guillermo Ordorica R.
La canonización de Teresa de Calcuta finalmente ocurrió el pasado 4 de septiembre en la Plaza de San Pedro en el Vaticano, que acogió a una inmensa multitud de fieles. Esa ceremonia, tan esperada desde el mismo mes de 1992, cuando falleció Agnes Bojaxhiu, como se llamó antes de adoptar el nombre religioso de Teresa, dio reconocimiento universal a su trabajo a favor de los más pobres entre los pobres, como ella acostumbraba decir. Al subirla a los altares en el Año de la Misericordia, el papa Francisco envió una clara señal al orbe acerca del objetivo de su pontificado, que es reforzar el papel de la Iglesia católica como hospital para la sanación, tal y como hizo la fundadora de las Misioneras de la Caridad a lo largo del casi medio siglo que duró su ministerio entre los olvidados del planeta.
No es fortuito que haya sido el papa Bergoglio quien finalmente dio el paso definitivo para la canonización de esta religiosa. Nacida en 1910 en Skopje, Macedonia, durante sus años mozos se incorporó a la Orden de las Hermanas de Loreto, en Calcuta, fue testigo de la lucha del pueblo de la India por su independencia y en 1948 recibió permiso del papa Eugenio Pacelli para atender su vocación de servicio a favor de los pobres a través de la que, con el tiempo, habría de ser su propia orden de las Misioneras de la Caridad. En efecto, los nombres religiosos adoptados por Jorge Bergoglio y Agnes Bojaxhiu propician entre ambos una extraña y a la vez simbólica coincidencia espiritual: el papa argentino ha venerado siempre a la monja carmelita del siglo XIX Therese de Lisieux, hoy Santa Teresa, de la misma forma que Bojaxhiu hizo de San Francisco, “el pobre de Asis”, la luz de su vida.
En tiempos como los que corren, de intolerancia, indiferencia y mercantilismo, la vida de Teresa es ejemplar por donde se le quiera ver y por supuesto que sustenta con holgura los méritos necesarios para estar inscrita entre los santos que venera la Iglesia católica. Sin embargo, de ella se ha dicho todo para tratar de descalificarla. En un mundo donde la política refleja ideologías y, por qué no decirlo, intereses de clase, los detractores de Teresa de Calcuta la señalan por no haber luchado en contra de las condiciones que en su tiempo, igual que ahora, propician la injusticia social y la pobreza endémica en los cuatro puntos cardinales. Quienes así discurren le reclaman que, con tal de hacerse de recursos para la atención de su ministerio, jamás tuvo empacho en reunirse con dictadores como el haitiano Jean Claude Duvalier o con personalidades tan disímbolas como Ronald Reagan, el sudafricano Desmond Tutu o la princesa Diana de Gales, entre muchos más. De igual manera, hay otros que la descalifican por su conservadurismo religioso, por su marcada oposición al aborto y por su apoyo a la idea de una iglesia patriarcal, que de manera natural fomenta la docilidad de la mujer frente al hombre.
En cualquier caso, Teresa no ha pasado a la historia por sus inclinaciones dogmáticas, preferencias doctrinarias, simpatías ideológicas o militancias políticas, sino por lo mucho que hizo para atender a “los condenados de la tierra”, en palabras del recordado filósofo Franz Fanon. Las voces que buscan mellar su obra se desvanecen ante al peso de la evidencia: al momento de morir había logrado establecer más de 150 sedes de las Misioneras de la Caridad a la largo y ancho del globo, dedicadas a la atención de enfermos y necesitados. Su extensa labor, que llamó la atención de la opinión pública internacional desde mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, le mereció todo tipo de reconocimientos y haber sido galardonada en 1979 con el Premio Nobel de la Paz. De perfil discreto y con un físico diminuto, que nunca reflejó su formidable temple, Teresa estableció parámetros de entrega personal que en más de una ocasión pusieron su vida en riesgo por los excesos materiales y la disciplina espiritual a los que se sometió, por ejemplo, alimentarse durante largas temporadas tan sólo con agua y arroz, y por haber agregado a sus votos de pobreza, caridad y obediencia, el de dar todo a Dios, y de no hacerlo, estar en pecado mortal.
En el convulso mundo que le tocó vivir, Teresa fue un bálsamo, una mano que se distinguió por su disposición a dar todo a los que carecen de todo. Su acentuado misticismo religioso confirió a su trabajo un perfil muy singular; ella decía que escuchaba la voz de Cristo, quien la llamaba “mi pequeña”. Con un demacrado rostro, que reflejaba las privaciones de su vida cotidiana, la hoy santa se hizo de la fortaleza necesaria para afrontar carencias y riesgos, con la seguridad de que nada faltaría porque, indicaba, así opera la Divina Providencia. Paradójicamente, sus biógrafos insisten en que esa fe contrastaba notablemente con los vacíos de Dios que ella misma afirmaba experimentar y que, probablemente, fueron muy prolongados.
La reciente canonización de la Madre Teresa de Calcuta se suma a las de Juan XXIII y Juan Pablo II, quienes también fueron elevados a los altares por el papa Francisco hace poco más de dos años, el 27 de abril de 2014 “Domingo de la Misericordia”. De esta manera y utilizando la virtud y ejemplo de vida de estos tres santos, Jorge Mario Bergoglio ha impreso a su pontificado un sello tan propio como prudente, que se aleja de la tentación de hacer de la sede petrina una fábrica de santos, como ocurrió con Karol Wojtyla quien, invocando la necesidad de contrarrestar el anticlericalismo, reforzar la fe y estimular las vocaciones sacerdotales, realizó decenas de beatificaciones “al vapor”, como en su momento señaló el destacado vaticanista italiano Marco Politi. En cualquier caso, las canonizaciones de Juan XXIII, Juan Pablo II y Teresa de Calcuta envían desde Roma un mensaje redondo sobre el trabajo apostólico de la Iglesia en los inicios del tercer milenio, que aspira a combinar, en beneficio de todos pero en especial de los desheredados, las enseñanzas del Concilio Vaticano II con los postulados de la civilización del amor y la globalización de la solidaridad.
Internacionalista.