Por Humberto Guzmán
A Franz Kafka le debo, entre otras valiosísimas cosas, el haber conocido la ciudad de Praga. En sus relatos y novelas que, preponderantemente, se desarrollan en ella.
Enterado de que en los países llamados comunistas, como era la antigua Checoeslovaquia, se ejercía una censura inimaginable en una democracia, me preguntaba, en 1977, qué tanto lo hacían con el praguense Franz Kafka. Lo leían en su país, en parte, en algunas cúpulas universitarias o literarias; oficialmente, no, por ser “un escritor pequeño burgués, judío, que escribía en alemán”, según me tradujeron de una enciclopedia checa de entonces.
Sin embargo, en 2016, 39 años después de aquella vez, detrás de la Cortina de Hierro (como la que nos quiere levantar un candidato a la presidencia de Estados Unidos), a este escritor judío-checo no se le boicotea. Al contrario, un poco más y parece el Benito Juárez de la República Checa; es notable su nombre en calles, plazas, esculturas cinéticas y hasta hoteles, restaurantes y tiendas de souvenirs. La proyección de F. K. no es solo cultural y literaria sino, también, turística. Imaginen que en México se promoviera, para atraer turismo internacional, a Lizardi, Payno o Rulfo.
En la tumba
En mi reciente visita a Praga, lo primero que hice fue pedirle a Kostia que me condujera al Nuevo Cementerio Judío (Novy Zidovsky Hrbitov), donde se encuentra la tumba de Kafka y sus padres, como se lee en la sencilla lápida. Le han agregado una placa en homenaje a sus hermanas con sus apellidos de casadas, Gabriela Herrmannova (1889), Dalerie Pollákova (1890) y Ottla u Otilie Davidova (1897), con la que mejor se llevaba, muertas durante la ocupación hitleriana, probablemente en el campo de concentración de Auschwitz. He visitado tres veces, en diferentes fechas, la tumba Kafka, como en una peregrinación guadalupana.
Klaus Wagenbach dice en su libro La juventud de Franz Kafka (1883-1912): “nació el 3 de julio de 1883 en Praga, en el borde mismo del ghetto existente aún en aquella época”. “El anterior circuito del ghetto, la Josefstadt, con sus callejuelas torcidas, estrechas y sucias, y con sus casas sombrías y apretujadas”, no denuncia la excelente situación económica que logró el padre de Kafka, con una tienda grande, pero sí revela un ambiente que este escritor merodeaba y que aprovechó para sus novelas y relatos.
Ahora Josefstadt, actualmente Josefov, en checo, es un barrio de más de setecientos años visitado por numerosos turistas. Como la casita número 22 de la Calle del Oro o de Los Alquimistas, a un costado del Castillo, de unos cuantos metros y de techo muy bajo, en donde Kafka encontró la soledad que requería para escribir.

El escritor Humberto Guzmán, a la entrada del Museo Franz Kafka, en Praga. Fotografía: Cortesía Humberto Guzmán.
El museo
Debido a esta realidad surge el Museo Franz Kafka (Franz Kafka Museum, en Malá Strana) en Praga. Uno sui generis. No se encuentra en él ropa, escritorio, pluma, tintero, que haya usado, sino que su museografía está organizada de tal modo que parece una exposición de arte contemporáneo: ambientes, performances y una película abstracta, como una alegoría de su obra. Se considera a Jizchak Löwy, que introdujo a Kafka en la literatura yiddish.
Aparecen fotografías tanto de Kafka como de las mujeres con las que pudo haberse casado; deseaba hacerlo, pero siempre lo postergaba, hasta que lo abandonaban; allí están las cartas a Felice Bauer; Grete Bloch, amiga de la primera y con la que tuvo un hijo, del que nunca se enteró, muerto a los seis años; ocupa un lugar destacado la periodista Milena Jesenská, casada con su amigo Ernst Pollak, porque ayudó a dar a conocer la obra de Kafka al traducirla al checo.
Su amigo entrañable, el escritor Max Brod, se convirtió en su albacea. Kafka, antes de morir, le pidió que quemara sus cuentos, novelas y diarios, tal vez pensaba que no interesaban a nadie. Aquél, por fortuna, lo desoyó y, décadas después, decidió darlos a conocer. Todavía en 2015 concluyó el proceso a favor de la Biblioteca Nacional de Israel de los manuscritos de Kafka, antes en poder de las hijas de la secretaria de Brod, que, ilegalmente, los comercializó.
No publicó en vida
Se ha sabido que Kafka no publicó en vida su obra, salvo un libro pequeño de cuentos, que algunos traducen Consideración, pero es más exacto Contemplación (Betrachtung), sin éxito alguno. Pero en el Museo Franz Kafka aparece una primera edición de La metamorfosis de noviembre de 1915, de Munich. También aparece The Judgement, de 1916, que por un momento pensé que era El proceso, pero éste es de 1925 y aquél se traduciría El juicio.
Donde no hay manera de confundirse es con algunos de sus personajes, como Georg Samsa, el agrimensor K., y Josef K. En un estante donde aparecen sus ediciones principales, me encontré, además de El castillo, Amérika y los citados, con La metamorfosis (Promena) de 1963, Snklu, Praha, en la traducción al checo de Zbynek Sekal (1946) e ilustraciones (1928) de Otto Coester. Pequeño y bello volumen que Marta Kocová, en 1977, me obsequió “like a souvenir from Prague”. Por el breve espacio, solo menciono algunos aspectos del Museo.
La felicidad con Dora
En esta constelación no podía faltar la imagen de Dora Diamant, una joven de 19 años que Franz Kafka conoció en 1923 en un centro judaico. Lo más cercano a la felicidad conyugal que disfrutó, lamentablemente, cuando la tuberculosis lo tenía agarrado del cuello.
Con Dora, Kafka logró dos de sus ilusiones, una, la relación estable con una mujer —¿sin presiones familiares?— y, dos, salir de la casa de sus padres y de Praga, e irse a vivir a Berlín.
Tengo la impresión de que Kafka, en el fondo, no veía mal ser como todo el mundo y, contradictoriamente, ansiaba desprenderse del peso de la familia y de su padre, lo que lo venció como a Georg Samsa.
Desde otra perspectiva, lo logró, en un ensueño similar al de sus novelas, con la joven Dora. Solo antes de su muerte, el 3 de junio de 1924, con la garganta abierta para recibir el alimento, en el sanatorio de Kierling, antes de Viena.