René Avilés Fabila (1940-2016)

Por Humberto Musacchio

Conocí a René Avilés Fabila en la Sala de Arte OPIC, aquel espacio que manejaba con inteligencia y desenfado el poeta sonorense Abigael Bohórquez. Debió ser a fines de 1966 o en 1967, en el sexenio negro que fue el diazordazato, y aquel lugar constituía una especie de oasis cultural donde se estimulaba la creación y se permitían las heterodoxias

Como muestra de su importancia, valga decir que en “la OPIC”, como la llamábamos, un colombiano bigotón leyó un adelanto de cierta novela que poco después se convertiría en la más celebrada del siglo XX. La novela era Cien años de soledad y el hombre del mostacho se llamaba Gabriel García Márquez.

Los juegos

Ahí, pues, en la sala del Organismo Promotor Internacional de Cultura, que eso significaba la sigla de esa entidad creada por Miguel Álvarez Acosta, se presentó René una noche en la que dio lectura, creo, a algunos cuentos fantásticos. Iba con varios amigos y al final, en la ronda de copas que ofrecía el anfitrión, hubo oportunidad de platicar con él, que se desenvolvía con gracia entre el grupo de amigos y admiradoras, que siempre las tuvo. Para entonces era o había sido becario del Centro Mexicano de Escritores y jefe de Publicaciones del Instituto Nacional de la Juventud Mexicana, lo que aportaba buenos puntos al currículum de un escritor novel.

No mucho después cayó en mis manos Los juegos, su primera novela, que era una sátira feroz del mundillo cultural y sus protagonistas. Por supuesto, la Mafia de Fernando Benítez era objeto de un tratamiento implacablemente sarcástico en el que salían revolcados Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, la China Mendoza, Carlos Monsiváis y otras figuras del suplemento de Siempre!, La Cultura en México.

Especialmente mal parado salía Enrique Ramírez y Ramírez, director del periódico El Día que era en ese tiempo el diario de la intelectualidad de izquierda. Lo paradójico era que aquel periodista había aportado algunos pesos para la edición de autor del libro, pero por alguna razón Avilés Fabila rompió con él. Otro padrino de ese libro fue el veterano periodista Rafael Solana, cofundador y colaborador de Siempre! hasta su muerte, por quien René siempre guardó un respetuoso afecto, pues entre otras cosas lo nombró jefe de información de la Oficina de Prensa del Comité Organizdor de los Juegos Olímpicos (1967-68).

La portada de Los juegos fue diseñada por Augusto Ramírez, cuyas ilustraciones parodiaban las figuras de Cuevas, artista que resultaba muy zarandeado en esas páginas, no obstante lo cual, veinte años después se convirtió en gran amigo de René y columnista del suplemento El Búho que Avilés Fabila dirigió en el periódico Excélsior desde 1986 hasta enero de 1999.

René Aviles Fabila y José Agustín. Foto: El Universal.

René Aviles Fabila y José Agustín. Foto: El Universal.

El 68

René pertenecía a la generación literaria de José Agustín, Gustavo Sainz, Gerardo de la Torre, Parménides García Saldaña, Juan Tovar, Elsa Cross y Xorge del Campo, quien los reunió en la antología Narrativa joven de México que fue prologada por Margo Glantz. La mayoría de esos escritores, si no es que todos, pasaron por el taller de Juan José Arreola, lo que contribuyó a imbuir en ellos cierto espíritu de cuerpo que se fue diluyendo con los años.

Volví a ver a René durante las manifestaciones de 1968. Él, siempre admirador de José Revueltas, marchaba entonces con la coalición de intelectuales que se formó en esos días para apoyar el movimiento estudiantil. Un nuevo reencuentro se produjo en marzo de 1969, cuando Juan Rejano, maestro inolvidable, me publicó en el suplemento de El Nacional, Revista Mexicana de Cultura, la primera nota que escribí para ganarme unos pesos. Era una reseña de Hacia el fin del mundo, el pequeño volumen de narraciones fantásticas que le publicó el Fondo de Cultura Económica en la prestigiosa colección Letras Mexicanas.

Mi reseña se intituló “Hacia el fin de Los juegos y en ella criticaba la novela de René, ciertamente divertida y aguda en la crítica, pero insustancial en términos estrictamente literarios. En cambio, Hacia el fin del mundo ofrecía un conjunto de relatos ingeniosos, muy bien escritos, sugerentes y disfrutables, pese a cierto olorcillo borgesiano, pues René siempre mantuvo una gran admiración por Jorge Luis Borges, a quien incluso visitó en su primer viaje a Buenos Aires, episodio que platicaba con notoria satisfacción, pues el argentino se permitió incluso cruzar algunas bromas con su admirador mexicano. En ese año nos veíamos cada semana, pues el viernes era día de ir a El Nacional, entregar colaboraciones a Rejano, pasar por la caja a cobrar y luego meternos al Salón Palacio, la cantina más cercana, donde se armaba la tertulia con el guatemalteco de México Otto Raúl González, con el juchitico Alfredo Cardoña Peña (nacido en Costa Rica pero casado con juchiteca), con el escultor colombiano Rodrigo Arenas Betancur y otro veteranos.

Un fantasma en Europa

Junto a los anteriores nos arrimábamos los jóvenes de entonces: René, Xorge, Gerardo de la Torre, Manuel Blanco, quien luego sería jefe de la sección cultural de El Nacional durante 20 años, y Gonzalo Martré, mayor que nosotros, pero que publicó su primer libro en esos días. En ocasiones la fiesta la seguíamos en casa de Clemencia, la madre de René, quien generosamente acogía a la pandilla, pero nos escondía su hija, la bella Iris Santacruz, entonces casi niña.

René había concluido en la UNAM los estudios de ciencias políticas en 1966, pero fue hasta 69 cuando le entró la urgencia de titularse, su esposa, la ecóloga Rosario Casco Montoya, se iba becado a París y nuestro camarada tenía la oportunidad de cursar estudios de posgrado en La Sorbona, lo que no era poca cosa. La tesis estuvo dedicada a la Revolución Cubana y en el examen profesional alguno de los sinodales destacó contradicciones del texto, lo que puso en aprietos a René, que finalmente fue aprobado.

En 1971, Juan Francisco Ealy Ortiz me dio la oportunidad de dirigir la sección cultural de El Universal y René me enviaba desde París la columna “Un fantasma recorre Europa”, que repasaba en un tono muy simpático el acontecer cultural y político del viejo continente y a veces el de México. Al año siguiente, René obtuvo mención en el Concurso Casa de las Américas por La desaparición de Hollywood, libro que aquí le publicó don Joaquín Díez-Canedo con el sello de Mortiz.

A su regreso René llegó con el ardor izquierdista que todavía respiraba la capital francesa y se incorporó al Partido Comunista Mexicano, reclutado por Gerardo de la Torre y Jorge Meléndez. En sus años de la Preparatoria 7, nuestro escritor fue presidente de la Sociedad de Alumnos y militante de la Juventud Comunista con José Agustín y otros amigos. Entre 1977 y 1981, con Enrique Semo y Gerardo de la Torre, fue codirector de la revista Historia y Sociedad que editaba el PCM.

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El Búho

En 1974, cuando Francisco Javier Alejo y Guillermo Ramírez eran directores del Fondo de Cultura Económica, René ocupó la subdirección de Relaciones Públicas con Guillermo Vega como jefe. En ese tiempo comenzó a dar clases en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y luego se incorporó a la Universidad Autónoma Metropolitana, donde fue profesor y dos veces director de Extensión Cultural de la UAM-Xochimilco. Al morir, era profesor emérito de esa institución.

Tuvo menos suerte como director de Difusión Cultural de la UNAM, cargo que ocupó en 1985-85, nombrado por Jorge Carpizo, con quien no tuvo buena química. De 1986 a 1989 fue asesor de cultura y director del Comité Internado de Ediciones Gubernamentales del Departamento del Distrito Federal, donde desarrolló una buena labor editorial.

En 1977 fue uno de los fundadores del diario Unomásuno, donde fue articulista durante uno o dos años, hasta que salió por discrepancias con Héctor Aguilar Camín, entonces coordinador del periodismo de opinión. A partir de entonces, el luego director de Nexos se convirtió en blanco de los ataques de René, tanto en espacios periodísticos como en conferencias y en salones de clase.

En julio de 1976, René fue uno de los firmantes de un desplegado que condenada el golpe a Excélsior, obra de Luis Echeverría que tuvo como ejecutor principal a Regino Díaz Redondo. No obstante, en los años ochenta, por gestión de Gastón García Cantú, se incorporó como colaborador de las páginas editoriales y, como ya se dijo, durante 12 años dirigió con acierto el suplemento El Búho, que él creó y al que convocó a varios intelectuales que habían dejado de tener tribuna. Junto a éstos incorporó a un buen número de jóvenes. La nota negativa fue que en esos años rompió con Gerardo de la Torre, su amigo de muchos años y compañero de muchas aventuras.

Otro que salió del Búho peleado con René fue Jorge Meléndez, también amigo viejo. Tanto Gerardo como Jorge entraron en conflicto porque le reclamaban a René su excesivo protagonismo —publicaba una columna de la que era el personaje principal— y la generosidad con que lo trataban los artículos que mencionaban su obra.

El Búho recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1991 y todo marchó muy bien con la dirección de Excélsior hasta que René cayó de la gracia del director, aunque se dice que en realidad quien le movió el tapete fue el subdirector. De cualquier modo, la experiencia le permitió continuar en el periodismo cultural, esta vez mediante una revista a la que llamó Universo de El Búho, nombre que hacía referencia insoslayable al suplemento perdido.

Algo de egocentrismo

Años después, Excélsior perdió los derechos sobre el nombre y la revista pudo llamarse simplemente El Búho, nombre que conservó al dejar la edición en papel para convertirse en publicación virtual, pues ya se sabe que la cultura suele ser poca atractiva para quienes otorgan publicidad.

Evidentemente, René se quería mucho y creó una fundación que lleva su nombre. Sin embargo, tuvo el mérito de integrar ahí una interesante colección de obras dedicadas, máquinas de escribir, escritorios, plumas y otros objetos de diversos autores literarios con los que formó el Museo del Escritor, al que el delegado en Miguel Hidalgo, el entonces panista Demetrio Sodi, le hizo lugar hasta que llegó otro funcionario, el perredista Víctor Hugo Romo, enemigo militante de la cultura, quien reclamó la desocupación de ese espacio y el museo se quedó sin sede.

Pero si René tenía un gran afecto por su persona, no le faltaron malquerientes. Octavio Paz, sobre todo el Paz viejo, que era un enorme costal de fobias y rencores, fue blanco de los dardos envenenados de René, y el poeta, que solía ignorar a quienes no consideraba de la altura de su vida, alguna vez se indignó tanto con cierto sarcasmo que le respondió con el veneno literario que sólo un Premio Nobel es capaz de destilar y escribió: “¿Avilés? ¡Ah, vil es!”, ingenio que festejó el propio agraviado.

En medio de logros y descalabros, del magisterio y de empleos exigentes, René supo darle tiempo a sus libros. Como escritor, sabía que se trabaja no “gracias a”, sino “pese a”. En su obra figuran novelas muy de mi gusto, como Tantadel y La canción de Odette, libros rencorosos como Memorias de un comunista, muy afortunados volúmenes de cuentos, como La lluvia no mata las flores, Fantasías en carrusel, Todo el amor y Cuentos de hadas amorosas, por el que ganó, si no recuerdo mal, el Premio de Narrativa Colima.

Hombre de pasiones, René tuvo grandes amistades y enemigos irreconciliables. Unos y otros se los ganó a pulso. Así habrá que recordarlo, con los aciertos y las imperfecciones del ser humano, de todo ser humano. ¡Salud, querido René!

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Mussachio