Por lo demás, la música, bien
Por Humberto Guzmán
Emergí a la Plaza de la Constitución, o Zócalo, que estaba hasta el tope de fanáticos. Muchos no habían nacido cuando Pink Floyd ya daba conciertos, pero no faltaban veteranos de guerras pasadas. Familias jóvenes. Algunos llevaban, incomprensiblemente, a niños pequeños en brazos. Levanté la vista y recorrí los edificios. Recordé otra vez en esa Plaza, con la bola de jóvenes del movimiento estudiantil del 68, entre los que me encontraba, cuando observé esos edificios de la misma manera, en tanto pensaba, ¿hasta cuándo nos van a permitir llegar hasta aquí?
El ritual dio inicio
A las ocho en punto, puntualidad inglesa, del 1 de octubre, con la pantalla de 90 metros de largo por 26 de ancho y una más chica que ya funcionaban, empezaron a oírse los primeros sonidos musicales y los alaridos del respetable. Como en un movimiento ensayado, mis vecinos sacaron las “bachas” y cigarros “forjados” de marihuana. El lugar común: rock, mota y viejas; las parejitas se abrazaban y los del mismo sexo también. El ritual daba inicio.
Había ingresado a la Plaza forcejeando, como muchos otros a esa hora. No estuve entre los privilegiados invitados del gobierno de la ciudad. Decidí quedarme en la esquina de 16 de Septiembre y 5 de Febrero, para tener el resguardo de los portales para lo que se ofreciera. Desde allí no podía ver a Roger Waters y a su grupo, excepto cuando aparecían en la pantalla. Pero me importaba el concierto, no tanto el espectáculo.
Mientras disfrutaba la actuación del cofundador de Pink Floyd, me preguntaba ¿cuánto podía gustarle a la multitud esa música que por momentos parecía serial, en otros con un saxofón como en el jazz, aunque catalogada como rock progresivo, que no prodigaba el ritmo marcado? Sin embargo, el respetable parecía atento; algunos practicaban gestos conocidos: levantar las manos con los dedos que me recuerdan a las pandillas de los maras; decían que al rato saldría el “cerdo”…; alguno se quitaba la camisa y se subía en hombros de otro, sin que la lluvia interrumpiera el espectáculo del rock en un escenario virreinal. Se oían “Breathe, Breathe In The Air”, “The Great Gig In The Sky”, o “Run Like Hell”, entre otras de entonces.
En la pantalla brillaba un edificio, como una fábrica inmensa, de la que se levantaron cuatro chimeneas, propias de la Revolución Industrial inglesa, de las que salía humo sin parar. Pensé que los rocanroleros de la vieja Ola Inglesa (británica, debería decir) salían de los suburbios de las ciudades, de los barrios pobres, obreros, de Londres. No es el caso de Roger Waters. Pese a esto, una fábrica con chimeneas es una imagen desagradable relacionada con la explotación laboral, según la presenta Waters. Lo terrible se puede transformar en una bandera. Por eso el símbolo de dos martillos cruzados de Pink Floyd y que Waters colocó en el centro del escenario, como un escudo o emblema del Partido único de una dictadura. Por esta atmósfera obrera, populista, se adivina una proclividad político-social que no pasa de un complemento rocanrolero.
…Y se oyó la frasecita
Todo iba de maravilla, hasta que aparecieron en la pantalla las sentencias en contra del pernicioso Trump y su muro mexicano. Merecido, pero me distrajo del capítulo del rock. De pronto, la frasecita: “Renuncia ya”. Una mujer, metros adelante, de inmediato levantó su letrerito: “Fuera Peña”. ¿O era un concierto de rock o era un mitin de Morena con su santo indiscutible? En el gentío se resbala todo. El concierto continuó.
Para mi propia conmoción existencial, reconocí los primeros acordes de “Another Brick In The Wall”. No me importó nada más, me sacudió y gocé hasta las lágrimas esa música por sí misma, por los años pasados, por la letra, por la rabia sin dirección —que es la juvenil per se, que no deja de tener validez— y por su calidad innegable.
El escudo de dos martillos cruzados (como la hoz y el martillo) usado por Waters y Pink Floyd, y el disfraz de nazi (parecía de la KGB soviética en un video que vi en la internet), empleados en conciertos del pasado, son la parodia del automatismo, la disciplina traumática, las filas de jovencitos iguales, como productos de una fábrica, que aparecen en los videos de Pink Floyd, y luego la destrucción del muro, por algo que explotó y que es el individualismo que posee una importancia central en la democracia, como ésta que permite que Roger Waters, estrella del rock inglés, venga al Zócalo ¡a regañar al presidente de México!: “…la gente está lista para un nuevo comienzo y es hora de derribar el muro de privilegios que divide a los ricos de los pobres. Sus políticas han fallado, la guerra no es la solución…”; “los ojos del mundo lo están observando” (El Universal, 2/Oct./16.) —esto último fue una amenaza; o sería el discurso de una madre posesiva inglesa; o era la voz omnisciente, como Dios, del Gran Hermano de 1984 de George Orwell.
Lucha por el poder
Parece el cristianismo de hace dos mil años y parece el tono dictatorial del profesor de la escuela elemental de la película “Pink Floyd on the Wall”. ¿A qué guerra se refirió? Las cosas no van a cambiar con la renuncia de un hombre. Y no me opongo al cambio, depende de cuál cambio. No al que anhelan los que piden al presidente que renuncie. Éstos, se nota que quieren construir otro muro (no solo Trump), uno donde encaje el ladrillo al que obedecen desde hace dos sexenios. Es lucha por el poder. Es de lo que no llegó a enterarse Roger Waters. A la mejor actuó de buena fe, dicen que “buscó un llamado de conciencia” y, otra vez, se ve que estamos buscando una religión…
Pero bien la música, Roger.