El futuro es incierto

Guillermo Ordorica R.

El año que está por concluir estimula la reflexión sobre la mejor manera de conducir las relaciones internacionales, habida cuenta de las dificultades y desencuentros que se generan en todas las regiones del planeta por la injusticia económica, la pobreza endémica y el deterioro del medio ambiente, entre otros problemas no menos acuciantes. Para los analistas, en particular aquellos que agoraron un futuro promisorio a la humanidad luego del colapso del bloque socialista, debe ser difícil encontrar explicaciones convincentes acerca del desorden que impera en el mundo de la globalización.

El catálogo de conflictos, reales y potenciales, es vasto y complejo. Tan solo a manera de ejemplo, la guerra en Siria, la inestabilidad política en Oriente Medio y Asia Central, el armamentismo, los conflictos étnicos y nacionales en África Negra, la migración, la delincuencia internacional organizada y el terrorismo son motivo de preocupación cotidiana y nos recuerdan que, ahí donde hay rezagos, la democracia, sus instituciones y el tejido social son frágiles por definición. En este nuevo siglo, como ha sucedido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, las inquietudes recurrentes son la concentración de la riqueza en pocas manos, la falta de desarrollo en diversas latitudes, los radicalismos religiosos y el impacto negativo de estos tres fenómenos en la paz y la seguridad internacionales.

La globalización, incapaz de derramar beneficios entre todos los pueblos, afronta además el reto que plantean algunos líderes políticos, que envían señales contradictorias sobre su viabilidad, al adoptar políticas nacionalistas y aislacionistas que rompen con esquemas de competitividad y con los encadenamientos económicos, comerciales y productivos que le son inherentes. Si bien es cierto que la globalización tiene defectos, no puede negarse que también ha generado dinámicas virtuosas que vale la pena rescatar, como el avance en diversas regiones de la democracia representativa y de los acuerdos de libre comercio. Con un mundo indolente y en pausa relativa, el futuro es incierto y todo indicaría que nadie tiene la fórmula que asegure la convivencia armónica en los cuatro puntos cardinales de la esfera.

En la búsqueda de respuestas y más allá de su natural orientación religiosa, el papa Francisco hizo público hace unos días el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que se celebrará el primero de enero del año próximo. Acostumbrados ya a su singular forma de imprimir un sello progresista a la Iglesia católica, el pontífice considera en dicho mensaje la pertinencia de reflexionar sobre la caridad y la no violencia como un estilo de política para la paz, aplicable a un mundo fragmentado. De esta forma, Francisco resarce actualidad a planteamientos que en otros tiempos dieron fuerza al movimiento pacifista y a líderes de la talla de Gandhi, Luther King, Tito, Mandela, Teresa de Calcuta y tantos más que dedicaron sus vidas a la lucha por la emancipación y la libertad de los desheredados. Cierto, el argumento parece traer a la memoria la narrativa ideológica de la Guerra Fría, pero también la advertencia de que poco se ha avanzado en la construcción de un mundo mejor.

La reflexión del papa, nutrida de las enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia y de encíclicas como Pacem in Terris (1963) y Centesimus Annus (1991), destaca por su compromiso con el desarrollo de estrategias no violentas para el fomento de la paz justa y duradera; un compromiso que Bergoglio concibe como patrimonio de todas las tradiciones religiosas y por ende de la humanidad. Como consecuencia natural de esta reflexión, en el mensaje antes citado el obispo de Roma plantea que ninguna religión es terrorista, ya que la violencia es una profanación del nombre de Dios. Sin hacer referencia explícita a nadie, el papa formula también un llamamiento a favor del desarme, así como a la prohibición y abolición de las armas nucleares, de tal suerte que se limite el uso de la fuerza por medio de las normas morales, es decir del derecho natural y de la acción concertada en los organismos internacionales.

El planteamiento de Bergoglio a favor de la paz va más allá de lo discursivo. Como se recordará, el 17 de agosto último el diario oficial de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, anunció que a partir del primero de enero de 2017 iniciará labores el nuevo Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, que absorberá las responsabilidades de los Pontificios Consejos para la Justicia y la Paz; Cor Unum (atención a los necesitados); para la Pastoral de los Migrantes e Itinerantes; y para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, los cuales serán suprimidos. La creación de este dicasterio refleja, en los hechos, una visión renovada del papel que está llamada a cumplir la Iglesia en favor de la justicia; acredita también el compromiso del papa con los migrantes habida cuenta de que, como él mismo sostiene, no puede servirse al desarrollo humano integral si no se atiende el fenómeno migratorio.

El tema de la paz, de suyo polémico, admite muchas interpretaciones e involucra intereses económicos y políticos concretos. Es un capítulo sensible de la agenda mundial, que no puede ser omitido en los debates que se registran en los organismos multilaterales ni tampoco en el ejercicio de la buena diplomacia, es decir, de aquella que al generar confianza edifica acuerdos entre partes que frecuentemente tienen una visión divergente del acontecer global. La paz, tema recurrente de la historia humana, está amenazada en diversos flancos y para alcanzarse exige la participación corresponsable de todos los pueblos en el rediseño de las instituciones y leyes que hagan posible la gobernanza universal del futuro. En el año nuevo 2017, es de esperar que la paz que invoca Francisco, justa, integral y duradera, se traduzca en una realidad tangible y cotidiana para todos.

Guillermo Ordorica R.