Caballito de batalla

Mario Saavedra

Entre las óperas de cabecera no sólo del catálogo pucciniano sino de todo el repertorio verista italiano, La bohème condensa los mayores atributos de un compositor inconfundible tanto por su lenguaje musical que bebió de muchas fuentes como por su no menos peculiar olfato teatral. Con libreto en cuatro actos de los avezados Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, quienes muy bien supieron trasladar a la escena musical distintos pasajes de la novela Escenas de la vida bohemia de Henry Murger que hacia mediados del siglo XIX gozaba de relativo éxito y después más bien cayó en el olvido, el propio Puccini llegó a comentar que el tema le había atraído en principio porque le recordaba sus años de estudiante en el Conservatorio de Milán.

 

La más popular

Estrenada en el Teatro Regio de Turín a inicios de 1896, bajo la dirección de un entonces joven Toscanini, lo cierto es que La bohemia tuvo que irse forjando con el paso de los años una aceptación cada vez más notoria en los teatros operísticos, a diferencia de otras obras de Puccini que sí fueron mejor recibidas y en cambio hoy tienen escasa presencia en los escenarios. Un auténtico caballo de batalla, que sobre todo para la soprano y el tenor protagónicos tiene formidables pasajes de lucimiento, con arias y frases musicales que evidencian el enorme talento de quien era particularmente dotado a la hora de crear envolventes melodías y contrapuestas atmósferas emotivas, no en balde se trata de la obra más popular del genio de Lucca, entre otras razones porque conecta de inmediato con el público y es capaz de transportarlo a un espacio de contrastantes emociones que bien reflejan lo que es la vida, de frente al amor y el desamor, al goce y el sufrimiento, a lo mundano y lo espiritual, a la vida y la muerte.

 

Desarrolló un agudo olfato escénico

Con un lenguaje propio muy definido, el de un autor ya maduro, La bohemia muestra atisbos de lo que el gran talento de Puccini desarrollaría con maestría hasta arribar a ese gran epílogo paroxístico que representa su inacabada Turandot —escrita en 1924 y representada póstumamente en 1926—, con paradas intermedias de incuestionable ascenso como Tosca de 1900, o Madama Butterfly en su cuarta versión de 1906, o Il Trittico de 1918 (Il tabarro, Sor Angelica y Gianni Schicchi). Esta búsqueda de la perfección vino en su caso a ser el resultado terminante de una experiencia sagaz y sensible a los nuevos aires (Arnold Schönberg e Igor Stravinski, por ejemplo), sin intentar conciliar a Verdi con Wagner mediante una acción de compromiso, a favor de la melodía y de la grandilocuencia orquestal, respectivamente, sino más bien renovar la tradición italiana de la ópera, para enfrentarla entonces, con sentido crítico, con las más avanzadas experiencias europeas. Sin deberle mucho específicamente a alguien, a alguna corriente o escuela precisa, esta ópera posee ya los atributos de un músico que también desarrolló un muy sensible y agudo olfato escénico, con una buena dosis de esa efervescencia lírica que sólo en el encuentro de la música con el teatro dan cabida superior a la poesía en su estadio más puro.

La bohèmeRepuesta en el Teatro de Bellas Artes, pues es una de esas obras de obligado tránsito en los circuitos y espacios operísticos por cuanto ofrece de opción de lucimiento en prácticamente todos los ámbitos implicados, esta circular producción ha lucido en todos los renglones. Con voces todas mexicanas, lo que no deja de ser una apuesta saludable cuando se escogen los intérpretes adecuados y con las condiciones necesarias, esta reposición de La bohemia ha resultado más que decorosa y ha dejado un muy buen sabor de boca. La función a la que asistí fluyó sin contratiempos y las arias de lucimiento se dejaron oír correctas, sin mayores altibajos en estas voces jóvenes y frescas: la algo más experimentada soprano Maribel Salazar que fue yendo de menos a más, el tenor Mario Rojas que mostró una regularidad a destacar y un bello timbre que irá madurando con el paso del tiempo, el barítono de fuerte presencia Juan Carlos Heredia y la grácil soprano Angélica Alejandre. Completaron este lozano elenco, el bajo Alejandro López, el barítono Jorge Ruvalcaba, el tenor Luis Alberto Sánchez y los bajos Rodrigo Urrutia y Antonio Azpiri. La experiencia corrió a cargo del barítono de ya largo y fructífero recorrido Leszek Zawadka, quien dio vida a dos muy diferentes personajes y puso una vez más de manifiesto por qué ha sido un músico y un cantante de tan sostenida presencia.

 

La experiencia de Patrón de Rueda

Grato ha sido de igual modo volver a tener al podio a un tan experimentado y siempre entusiasta operómano como Enrique Patrón de Rueda, quien por cierto con Puccini ha tenido algunos de sus más sonados triunfos en una ya larga y probada carrera. De vuelta con un conjunto que conoce en toda su dimensión, en todos sus aciertos y pifias, volvió a sacar el mejor provecho de una Orquesta del Palacio de Bellas Artes que por desgracia sigue sin sonar pareja en todas sus secciones y con notorios yerros sobre todo en sus alientos. Siempre se agradece contar con músicos que como él conocen y respetan el siempre difícil trabajo de los cantantes, que cuida y lleva con mano diestra. Los coros, el del Teatro de Bellas y el infantil Ensamble México, también estuvieron a la altura, bajo una conducción atinada de Allen Vladimir Gómez y Aldo Guerrero, respectivamente.

La dirección de escena la firma el también muy experimentado en el género Luis Miguel Lombana, quien gozosamente optó por una puesta tradicional que les permitió hacer a los cantantes lo que mejor saben hacer, cantar, y su mano diestra se notó en un trabajo dramático fino con los intérpretes, en el manejo inteligente de amplios grupos que en ningún momento sobre pueblan el espacio, en el tránsito adecuado de los distintos momentos emotivos implícitos en el original y en el cuidado de aquellos pequeños pero decisivos detalles que conforman un todo más complejo aquí en orden. Un impecable trazo suyo (algunas escenas son auténticos cuadros, en especial del segundo acto exterior y más festivo, en el parisino Barrio Latino) hace que los renglones de una previa producción chilena revitalizada luzcan en todo su esplendor, empezando por los esplendentes diseños de escenografía y vestuario del desaparecido Nicola Benois. Cierran la pinza el no menos impecable diseño de iluminación del también talentoso y experimentado Víctor Zapatero, así como los correspondientes de maquillaje y peinados de Mario Zarazúa y Maricela Estrada. Producciones de esta naturaleza, sin pedanterías ni parafernalia de más, contribuyen de verdad a formar nuevos públicos de operómanos.

La bohème