Otelo en Guadalajara

Mario Saavedra

En 2013 se celebró el bicentenario del nacimiento de Giuseppe Verdi (La Roncole, Busseto 1813-Milán 1901), el gran protagonista de la ópera italiana del Ochocientos, entre otras muchas razones, por el gran número de años en que fue “dueño” de los escenarios operísticos (desde el estreno de Nabuco en 1842, hasta el de Falstaff en 1893), pero sobre todo por su inagotable capacidad para renovarse, en contacto con todas las tensiones culturales de su siglo, asimilando cualquier apertura hacia otras experiencias. El conocimiento integral de su obra, que implica una empresa de por sí compleja y de gran envergadura (casi sesenta años de inagotable y diversa producción), conduce a su vez a la comprensión de los varios y contradictorios aspectos de uno de los momentos más interesantes de la historia de la cultura europea, que muchos pensadores y artistas de la época se animaban a desentrañar tras el tamiz de clásicos visionarios del pasado como el inmortal gran poeta y dramaturgo inglés William Shakespeare.

Y en este 2016 en que se ha conmemorado el cuarto centenario luctuoso precisamente de Shakespeare —y el de Cervantes—, en el mundo de la música y el de la ópera en particular ha tenido una presencia protagónica, pues su genio ha sido fuente inagotable de inspiración. Es más, la madurez definitiva del propio Verdi llegaría hasta con sus ulteriores Otelo y Falstaff (de 1887 y 1893, respectivamente), grandes proyectos operísticos con los que el notable maestro ya entonces septuagenario regresaba por sus fueros, después de una larga y voluntaria retirada. Conquista definitiva de su gran sueño de alcanzar la tragedia shakespeareana, del que su Macbeth de 1847 había sido un notable preámbulo de anunciación (entonces todavía sin todos los recursos necesarios a la mano, tanto en el terreno musical como dramático), este postrero testamento del por otra parte más wagneriano de los Verdi nos entrega a un compositor ya en plena posesión de toda clase de estilos vocales y de una poderosa vena sinfónica.

Otello

Verdi, regreso y despedida

Esta penúltima gran ópera de Verdi, con libreto del también dotado Arrigo Boito (su única ópera, Mefistófeles, es prueba más que fehaciente de ello), se estrenó en el Teatro alla Scala de Milán en 1887, y es sabido que su famoso editor Julio Ricordi influiría tanto en el retorno del maestro de Busseto a la escena como en la elección de la obra del gran genio de Stanford en la que el experimentado libretista trabajó con denuedo, pues toda la comitiva implicada en el proceso de persuasión sabía que el también autor de Las alegres comadres de Windsor y Enrique IV (fuentes de su subsecuente y terminal Falstaff, también con libreto de Boito) era el único con el que regresaría y se despediría definitivamente de los escenarios. Uno de los procesos de composición más comentados y con mayores expectativas en la historia de la ópera tanto por parte del público como del propio gremio, se sabe que fue un éxito rotundo desde su estreno; requiere tres voces dramáticas de primer orden (tenor, soprano y barítono) con no menos dotadas facultades histriónicas, si bien este difícil examen se extiende a la orquesta y al coro, a los demás rubros artísticos y técnicos exigidos para abordar como se debe este gran monumento verdiano, cuando su genio ya había consolidado un sentido de unidad y continuidad sin precedentes.

El celoso atormentado en el Teatro Degollado

De regreso a los escenarios mexicanos, ahora al también con larga trayectoria operística Teatro Degollado de Guadalajara, lo cierto es que al menos en los terrenos musical y vocal, que en esta obra cumbre del repertorio verdiano representa un examen de complejo abordaje, la Secretaría de Cultura del Estado de Jalisco tiró alto para conmemorar el cuarto centenario del padre del teatro moderno. Para el Otelo fue convocado el tenor anglosajón de color Issachah Savage, quien sabemos se ha sumando por méritos propios a la nómina de los Tamagno, Álvarez, Viñas, Yershov, Borgatti, Zanelli, Slezak, Vinay, Del Mónaco, Vickers y Domingo que en diferentes épocas han enriquecido la hechura del eterno celoso atormentado, en el caso de Savage además con un amable registro de agudos más bien inhabituales en intérpretes que como él abordan también con solvencia personajes del repertorio wagneriano. Su amplio registro vocal y su fuerte personalidad están que ni mandadas a urdir este rol.

Otro tanto habría también que decir de la además bella soprano eslava Maija Kovalevska, con los recursos vocales e histriónicos acordes a un rol que apura fino lirismo y gravedad dramática. Obra de contrastes que definen tanto la textura como la tonalidad de la obra toda, mostró una impecable técnica que destacó sobre todo en los pasajes de mayor lucimiento para la heroína sacrificada por los celos de un moro enloquecido, entre ellos, el dueto de amor del primer acto (“Già nelle notte dense…”), la bella “Canción del sauce” y por supuesto el paroxístico “Ave María” que en su voz dulce y a la vez enérgica nos entregó sin reticencias.

Como Shakespeare y Verdi lo pensaron

Cerró la pinza el barítono también anglosajón Michel Chioldi, que abordó un Yago a la vez seductor y mezquino, pletórico de contrastes, como lo pensaron por supuesto Shakespeare, Boito y el mismo Verdi. Como el tenor, con una personalidad poderosa, con el famoso “Credo in un dio crudel” del segundo acto,  que sin duda constituye uno de los pasajes estelares del villanismo lírico, llegó a uno de los momentos de mayor brillo y conmoción de toda la puesta. Su apostura y el rigor de su versión no desmerecen para nada al lado de otros intérpretes memorables de su misma tesitura como Ruffo, o Warren, o Merrill, o Gobbi, o Milnes. Completaron esta plural nómina vocal, a la altura de las circunstancias, la mezzo Cassandra Zoé, el bajo Grigory Solovioc, y los tenores líricos Harold Meers y Daniel Montenegro.

Anteponiendo el canto y la música, la tensión dramática, que mucho se agradece en el terreno lírico cuando hay que marcar prioridades y los recursos no alcanzan para tirar la casa por la ventana en un gran espectáculo siempre costoso (“el espectáculo sin límites”, por antonomasia), este montaje de efeméride —coincidió con la FIL de Guadalajara— contó con una puesta esquemática pero correcta de Ragnar Conde, preocupado sobre todo en darle un hilo conductor correcto al desarrollo dramático que aquí se torna nodal (Shakespeare, al fin de cuentas) y la comprensión a plenitud por parte de los intérpretes de la naturaleza psicológica y anímica de sus complejos personajes. Lo mismo habría que decir de la batuta al frente de una Orquestra Filarmónica de Jalisco que sonó plena en todas sus secciones, Marco Parisotto, en un equilibrio perfecto cuando no se opta por tener la partitura en la cabeza o la cabeza en la partitura, en ambos casos en detrimento de un control fino de las partes que aquí el director concertador mantuvo siempre en sus manos. El Coro Municipal de Zapopan, bajo la diestra dirección del Timothy G. Ruff Welch, hizo su parte con no menos decoro.