La propuesta de reforma de la Iglesia

Guillermo Ordorica R.

El nombre que escogió el Papa para guiar la barca de San Pedro lleva implícito un ambicioso programa de trabajo: reformar la curia y renovar el compromiso de la Iglesia con los pobres. No es fácil para el obispo de Roma —como el propio Bergoglio ha solicitado que se le llame en lugar de papa— cargar con el legado religioso y espiritual de San Francisco. Llamado por San Buenaventura homo alterius saeculi (hombre de otro mundo) y por Dante “el sol de Asis”, este venerado santo fundó en el siglo XIII la orden de los padres menores y abogó por una Iglesia misionera, ajena al fatuo y al poder y consecuente con el potencial revolucionario que representa Jesús hombre.

El siglo pasado, Juan XXIII hizo todo lo que estuvo a su alcance para reformar la curia y avanzar en la colegialidad para la toma de decisiones en el Vaticano. Se creó entonces el Sínodo de Obispos para ayudar al papa en la compleja tarea de conducir los destinos de la Iglesia universal. No obstante y debido al centralismo y férreo control impuestos por Juan Pablo II y Benedicto XVI, el Sínodo perdió su condición deliberativa original y ahora solo se reúne con fines deliberativos cada dos o tres años. Así, los augurios generados por Eugenio Roncalli, “el papa bueno”, de una etapa de restauración y “puesta al día” de la Iglesia católica, se habrían desvanecido hasta la elección de Francisco.

Bergoglio está retomando el legado de Juan XXIII y de los padres conciliares. Sabe que no hacerlo es suicida para una institución cuestionada por escándalos de pedofilia y corrupción. Los signos de esa voluntad transformadora son claros: como “el Pobre de Asís”, denuncia la injusticia del sistema económico y el descarte, violencia y deterioro ecológico que conlleva. Al asumirse “pastor” y no “doctor”, conduce a su rebaño de fieles con “olor a oveja”, es decir, mezclado con el pueblo y sabedor de que su experiencia argentina y latinoamericana le exige poner atención en el mundo de la periferia y los olvidados de siempre. Paradójicamente está haciendo del Vaticano una entidad moderna y progresista, que antagoniza con políticos guerreristas y conservadores en todo el orbe.

Entre los cardenales hay quienes identifican en Bergoglio a un salvador de la Iglesia; otros lo consideran una amenaza para los intereses de Roma. En este polarizado escenario, hay sin embargo un nuevo rumbo, que busca recuperar la primavera perdida de Juan XXIII; que aspira a no censurar y a ganarse la confianza de las nuevas generaciones con actitudes tolerantes y comprensivas de sus necesidades espirituales. Francisco está abriendo las puertas del Vaticano para atraer fieles y entablar con todos los pueblos y confesiones un diálogo respetuoso y edificante, donde Roma no se ponga por encima sino codo a codo con la gente para estimular una verdadera política de encuentro religioso y no de imposición dogmática. Ese es el ecumenismo al que aspira el padre Bergoglio; con una Iglesia de todos y para todos, con la curia reformada y ajena a pompas y jerarquías; una Iglesia sencilla para la humanidad del siglo XXI y sus nuevas causas globalizadas.

Internacionalista.

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