El mes del padre también coincide con el aniversario del filósofo existencialista Jean-Paul Sartre (21 de junio de 1905-15 de abril de 1980) autor de la autobiografía Las palabras, publicada originalmente en 1964, uno de sus libros más celebrados. Aquí unos fragmentos.

La muerte de Jean-Baptiste fue el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad.

Como dice la regla, ningún padre es bueno; no nos quejemos de los hombres, sino del lazo de paternidad, que está podrido… dejé detrás de mí a un muerto joven que no tuvo el tiempo de ser mi padre y que hoy podría ser mi hijo. ¿Fue un mal o un bien? No sé; pero acepto con gusto el veredicto de un eminente psicoanalista: no tengo superyó.

Morir no basta: hay que morir a tiempo. Más tarde, me hubiera sentido culpable; un huérfano consciente se perjudica… Yo estaba encantado; mi triste condición imponía respeto, fundaba mi importancia; yo contaba a mi luto entre mis virtudes. Mi padre había tenido la galantería de morir perjudicándose a sí mismo; mi abuela no hacía más que repetir que se había sustraído a sus obligaciones; mi abuelo, justamente orgulloso de la longevidad de los Schweitzer, no admitía que nadie pudiese desaparecer a los treinta años; en vista de lo sospechosa que era su muerte, se puso a dudar de que su yerno hubiera existido alguna vez, y al final lo olvidó. Yo ni siquiera lo tuve que olvidar; al despedirse a la francesa, Jean-Baptiste me había negado el placer de conocerle. Aún hoy me extraña lo poco que sé sobre él. Sin embargo, amó, quiso vivir, se vio morir; es lo bastante para hacer a todo un hombre… Durante varios años, pude ver, encima de mi cama, el retrato de un pequeño oficial de ojos cándidos, con la cabeza redonda y calva, y grandes bigotes; el retrato desapareció al casarse mi madre otra vez. Más tarde heredé unos libros que le habían pertenecido… leía libros malos, como todos sus contemporáneos. En los márgenes descubrí unos garabatos indescifrables, signos muertos de una pequeña iluminación que fue viva y danzarina en los alrededores de mi juventud. Vendí los libros: el difunto me concernía muy poco… No soy un jefe ni aspiro a serlo. Mandar y obedecer es lo mismo. El más autoritario manda en nombre de otro, de un parásito sagrado —su padre—, transmite las abstractas violencias que padece. Nunca en mi vida he dado una orden sin reír, sin hacer reír… Yo ignoraba la violencia y el odio; me libraron del duro aprendizaje que son los celos… al principio solo conocí la realidad por su risueña inconsistencia… No hay nada más divertido que jugar a ser bueno…

 

Novedades en la mesa

Del poeta Raúl Renán (Mérida, 2 de febrero de 1928-Ciudad de México, 14 de junio de 2017), maestro de escritores y fundador de editoriales y revistas alternativas, los poemarios: Cosas de la rutina grosera (1941), De las queridas cosas (1982), Gramática fantástica (1983), Viajero en sí mismo (1992) y Piedras del adivino (2016).