Los premios que faltan

Regino Díaz Redondo 

Los no nacionalistas vascos sufrimos presiones

moralmente perseguidos y algunos de nosotros abatidos.

Maite Pagazaurtundúa  – Víctima de ETA

Madrid.- No lo niego, soy un campesino de la palabra. ¿Qué significa…? Con mis artículos no gano para vivir. Si acaso me alcanza para helados y café. No trasciendo y jamás obtendré un premio de los múltiples que hay. ¿Digo múltiples…?, sí,  porque abundan por todas partes.

Hay centenas de reconocimientos, unos buenos, otros interesados y la mayoría sin valor literario. Fueron creados para fortalecer el egoísmo de nuestra sociedad.

Los otorgan según sus intereses y obtienen beneficios de ellos. Si tengo una empresa de maquinaria te daré un galardón “al que mejor ensamble” y así hasta el infinito. Nunca se borran mientras el dueño saque provecho.

¿Qué le digo del Nobel?, pues también tendrá sus asegunes de acuerdo con el jurado en turno que se renueva sin que los mortales sepamos cuándo ni los nombres de los que deciden en petit comité.

¡Qué maravilla!: el Premio a la concordia, a la buena conciencia, al trabajador más eficiente, al empleado que hace ganar más al dueño de la tienda, al sacrificio por ayudar a pasar la calle a una viejecita que apenas se mueve.

Reconocimiento al buen agricultor, porque aumentaron sus ganancias, al buen vendedor de baratijas; al escalador porque subió unos metros más y batió récord. Al inventor del teflón, que es contagioso. A la lealtad de un peón a su amo. A quien produzca más durante catorce horas de labor.

Al fabricante del sursum corda, al humanitarismo de una ONG que se portó de acuerdo con nuestras reglas; al que descubrió el Mediterráneo y no pasó nada. O a los que pusieron nombre al Everest, a los Picos de Europa, al ovillo para coser.

Puede ser igualmente al creador del hilo negro y el cazo para servir la sopa. Premio al mozo que limpia terrazas para mantenerlas impolutas y llenas de flores. Al obrero que encontró una manera distinta  de recolectar zanahorias.

Para no dejar, también, a los que pusieron nombre al machismo, a la femineidad, al feísmo y a los que votan por elegir mises en el planeta.

Faltan muchos que se otorgan durante el año, todos los años si Dios quiere. De lo contrario, borrón y cuenta nueva.

Estoy seguro de que hay muchos más, aunque no se mencionen. Los 365 días están dedicados a “honrar” a los que el poder del dinero cree conveniente.

¡Vaya tela! Desde luego pueden juntarse dos o tres el mismo día. No hay final, quizás aglutinar varios en diferentes cuartos de hora. Y agregar otros a los que ya existen porque hay que entender que cada uno, en su oficio, tiene el mismo nivel.

Depende de los que pueden darse el lujo de repartirlos. Hacer festejos con los premios unidos en uno solo y proporcionar seguridad a los que asaltan joyerías y supermercados.

Es una distinción y hasta exaltación como explica el político distinguido en la España actual.

Tenemos la obligación de buscar entre las mesas, en las alcobas, en los restaurantes y mataderos, nuevos candidatos al galardón.

Hay muchos que lo piden a gritos porque no los toman en cuanta. ¡Cuánto dolor! Asimismo a quienes manejan bien la luz eléctrica y a los que lustran las placas y las avenidas con nombres franquistas.

De la misma manera existen y subsisten los flojos despatarrados en sillones ridículos o de corte modernista.

Es así como el infinito no existe. Atrás del todo está la burguesía, la sociedad de consumo con muchos millones de euros en su haber. El cinismo es digno aspirante a colgarse una medalla, o dos o tres, porque sabe engañar al prójimo por su habilidad para fijar un tornillo.

Me vienen a la cabeza muchos olvidados: al que mejor ordeña, al pastor —este sí lo merece— que cuida de ovejas descarriadas, a los que llevan con orgullo el estandarte nacional y a los que se ríen de los organizadores.

Tengo en el bolsillo, con similar valor, los méritos de los defensores de la patria que la utilizan para lucran sin medida, escandalosamente.

¡Válgame Dios!, me olvido de lo esencial: el premio al corrupto por miedo a los delincuentes que prevarican y deciden el porvenir de mi país. Estos tienen un lugar preferente, hasta arriba, porque se encargan de darnos identidad, aunque sea mala.

Para seguir, indemnicen al ratero más profesional. Estoy a punto de tirar la toalla pero se me ocurren más distinciones.

Por ejemplo, ¿por qué no admitir la valía de los bancos? Que trabajan sin descanso e instruyen al ahorrador a llevar dinero a sus arcas. A los que enredan los problemas porque es más dulce mantenerlos para que haya conversación.

Hay que poner chapas en las americanas o sacos de los mentirosos por serlo durante un largo día. Duermen muy poco, si acaso se amodorran pero no dejan de idear ingeniosas formas de saqueo.

Cansado de tanta estupidez, dejo en sus manos, querido lector, agregar o modificar lo que crean conveniente.

Quizás alguien, con una mente más privilegiada, tendrá el honor de poner coronas como en Hawái.

La estupidez tiene su lugar, muy a mano, abundante, como quien ha sufrido un ictus pero sale de la enfermedad. Y se convierte en maldad, una maldad que desprecian quienes defraudan y uno que otro más.

Nada para el virtuosismo pero sí para los mediocres con preseas que deben ser exultantes. A los emprendedores que lo merecen por crear centros de trabajo.

Además, a los que echan a la basura este artículo. Sin paliativos; si lo hacen estaré satisfecho porque leyeron mi estrambótico comentario y eso es un triunfo personal.

¿Quién se acuerda de mí? ¡Nobody knows!

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