Los paradigmas de paz y cooperación acordados al final de la Segunda Guerra Mundial se diluyen con celeridad. La incapacidad de la globalización para derramar beneficios en todo el orbe y las dificultades de los organismos internacionales para resolver los grandes problemas de la humanidad se han traducido en una creciente frustración, que tiende a paralizar el sistema multilateral, pospone su reforma integral y estimula acuerdos regionales sobre diversos temas, fuera del marco de las Naciones Unidas. En esta tesitura, la paz está en vilo.

El entramado diplomático actual conoce situaciones inéditas, que generan desconcierto sobre el mejor camino a seguir. No es para menos, la ONU es cada vez menos eficaz porque los presupuestos sociológicos que animaron la Conferencia de San Francisco de 1945 han dejado de existir; además, un creciente número de naciones cuestionan la voluntad de la Casa Blanca para seguir haciendo de Estados Unidos líder natural del proyecto liberal que la nutrió.

Por otro lado, la idea que se tiene del presunto triunfo universal de la cultura occidental, se topa con fundamentalismos religiosos que la matizan y ponen en jaque las convicciones jurídicas sobre las que se fundamenta la paz. En un entorno de crisis y de percepción de conflicto inminente, los desencuentros entre líderes de las potencias sobre la mejor manera de abordar la agenda global dejan ver la fisonomía de un mundo fracturado, donde se combinan tendencias aislacionistas (casos brexit y nueva política exterior de Estados Unidos), con la construcción de espacios regionales eficaces para la concertación política y el acuerdo diplomático (entre otros muchos ejemplos, G20, CELAC, UNASUR).

La desaparición del axioma ideológico que estimuló el antiguo conflicto Este-Oeste ha creado una confusión política que nadie sabe a ciencia cierta cómo afrontar. La atomización de las relaciones internacionales, confirmada con los países que surgieron luego del desmembramiento de la Unión Soviética, así como la tendencia de otros a buscar ampliar zonas de influencia y llenar vacíos hegemónicos en diversas regiones (p. ej. Rusia, Irán, China) propician una interacción mundial original y novedosa, aunque de resultados inciertos.

La nueva tensión internacional permite presumir que la agenda global habrá de supeditarse, crecientemente, a la atención de prioridades regionales asociadas a los retos del desarrollo y a temas sustantivos como el terrorismo, la migración, la delincuencia internacional organizada o el cambio climático, entre otros. Sin que signifique desatender los esfuerzos que realiza la comunidad mundial para dotar los organismos multilaterales de nuevas herramientas, adecuadas para el cumplimiento de mandatos actualizados, parece ser que la inusitada fortaleza de los mecanismos regionales y subregionales avala la duda de muchos países sobre la pertinencia de seguir concibiendo la paz con los criterios políticos y las instituciones diseñadas al término de la Segunda Guerra Mundial. El mundo no está para remiendos y requiere soluciones de fondo, integrales y duraderas.

En cualquier caso y ante la falta de recetas efectivas, queda la esperanza de la autocontención del género humano y de su capacidad para resolver sus propias contradicciones. Parafraseando a Gabriel García Márquez, todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra.

Internacionalista